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Murcia y aparte es un blog de opinión y análisis sobre la Región de Murcia, un espacio de reflexión sobre Murcia y desde Murcia que se integra en la edición regional de eldiario.es.

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Los ‘lujos’ de la civilización

"la producción industrial provee tal cantidad de excedentes que el imperativo de producir, aunque persiste en el colectivo, ya no lo hace en el individuo"

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Tener hijos no es una elección. Es una obligación. Para la supervivencia de la especie, incluso de un pequeño grupo de pertenencia (tribu, nación, etc) es necesaria la reproducción. De otro modo, la muerte de los individuos conduce en poco tiempo a la muerte del grupo. Vivimos en una coyuntura histórica especial que modifica este principio general. Hemos acabado con los depredadores que amenazaban a los seres humanos. La medicina nos ha conseguido una tregua con múltiples enfermedades, lo que junto a otros factores ha reducido a mínimos históricos la mortalidad infantil. El mundo está superpoblado con casi ocho mil millones de personas, lo que impone un límite superior a la actividad reproductiva humana. En estas circunstancias, el imperativo reproductivo se mantiene en el colectivo, pero no en el individuo. El envejecimiento de las sociedades “desarrolladas” supone un accidente dentro del accidente, susceptible de ser compensado mediante la inmigración o de requerir otras estrategias.

En cualquier caso, las personas concretas pueden optar por no tener hijos sabiendo que con los que tengan otros siguiendo su libre (asunto complejo que requeriría más elaboración) elección bastará (o incluso sobrará) para mantener las necesidades demográficas. Nuestra sociedad otorga a los individuos una libertad que no tendrían en otro medio.

Producir no es una elección. Es una obligación. En las sociedades simples e igualitarias todo el mundo tiene que producir (cazar o recolectar) comida, de lo contrario no hay suficiente alimento para sustentar a la población. Al desarrollar sistemas más eficientes de producción de comida, surgen las sociedades complejas, estratificadas, y con ellas la desigualdad: unos individuos tienen que producir comida, con excedentes para sustentar a otros que, liberados de producir comida, pueden producir otros bienes mediante la metalurgia, cerámica, arquitectura, etc. En estas sociedades puede haber guerreros, sacerdotes y líderes políticos que no produzcan bienes materiales pero tienen que aportar algo a la comunidad. La comunidad no puede permitirse individuos ociosos (o puede permitirse muy pocos) al no haber suficientes excedentes para ello.

En nuestra coyuntura histórica especial, la producción industrial provee tal cantidad de excedentes que el imperativo de producir, aunque persiste en el colectivo, ya no lo hace en el individuo. La comunidad se puede permitir mantener un número significativo de enfermos e individuos sin producción inmediata y profesionales de los servicios entre los cuales puede surgir una clase de artistas, científicos, filósofos, etc que desarrollan la cultura. Nuevamente nuestra sociedad otorga a los individuos una libertad que no tendrían en otro medio.

Ir a la guerra no es una elección. Es una obligación. Defenderse de la agresión del pueblo vecino o atacarlo para arrebatarle los medios para subsistir no es algo opcional. La supervivencia depende de la optimización del potencial bélico de la comunidad, y este de la participación de sus miembros (al menos de los varones). Nuevamente, nuestro medio constituye una excepción y los individuos pueden optar por no luchar contando con que el colectivo suplirá esa necesidad. Se reconoce la objeción de conciencia para no participar en la actividad bélica. Las guerras ya no son por la supervivencia inmediata sino por acceso a campos de petróleo, intereses geoestratégicos, etc. Además, la tecnología bélica hace que el potencial de combate dependa menos del número de individuos que luchen. Otra vez más, nuestra sociedad otorga a los individuos una libertad que no tendrían en otro medio.

El pensamiento individual y el compromiso ético no son una elección. Son una obligación. En la mayoría de las sociedades tradicionales no había sitio para el pensamiento individual. El individuo tenía que someterse a los imperativos del colectivo (producir comida y luchar o parir). No había mucho margen ético más allá de la obediencia. La “pietas” romana no permitía a los legionarios de César cuestionar el genocidio cometido en la Galia. Sin embargo, en nuestros tiempos no es permisible una obediencia ciega a lo Eichmann. Además, las consecuencias de las decisiones de cada ciudadano están magnificadas en los países “ricos”: uno puede apoyar con sus compras u oponerse a que una empresa textil esclavice a trabajadores del tercer mundo; el patrón de consumo puede maximizar o minimizar los residuos que acaban en el océano o contaminan enormes vertederos, etc. El individuo está exigido a pensar por su cuenta y responsabilizarse de sus elecciones, en línea con, o en oposición a su sociedad. Nuestra sociedad nos da libertades que no han sido corrientes a lo largo de la historia. A cambio, nuestra situación nos exige una nueva responsabilidad.

La responsabilidad que aparece por vivir en nuestra sociedad, tal como planteaba Aristóteles para la polis, es la de ser políticos, sólo que en el contexto del estado moderno. Tras más de dos mil años en que los hombres hemos sido súbditos, volvemos a tener la oportunidad, y la responsabilidad, de construir nuestro entorno social, de trabajar sobre los parámetros de nuestra convivencia. Si no gestionamos bien esta responsabilidad, volveremos a la barbarie y a estar presos de esas obligaciones que hemos logrado convertir en elecciones.

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