Cuando voy al cine siempre hago una cosa. Si no la hiciera no tendría ningún sentido ir a una sala de exhibición por el módico precio de, como mínimo, 6 euros. Comparo reacciones.
A la hora de leer un libro o escuchar una canción, la imaginación de cada uno funciona de manera diferente. Todos leemos o escuchamos lo mismo, pero las imágenes que formamos en nuestra cabeza difieren por completo. Pero en el cine las imágenes nos vienen dadas y, sin embargo, la manera en que las percibimos también es distinta. La misma imagen puede significar cosas radicalmente opuestas para cada espectador. El director ha dado forma a su obra con un objetivo y con la finalidad de despertar ciertas reacciones en su público, pero este objetivo se transforma en cada retina a la que llega la imagen.
Y esta es la magia del cine. Cómo una representación dirigida y controlada puede adquirir múltiples significados y remitirnos a vivencias personales y únicas en cada uno. Cómo un público aparentemente homogéneo reacciona de forma opuesta ante el mismo estímulo. Y cómo un público aparentemente distinto puede verse unido por este mismo estímulo.
Este hábito que puede parecer -y en efecto lo es- simple, conforma la esencia y la razón de ser de una película. El dirigirse a un público masivo y terminar encontrando SU público. El convertirse en parte de nuestras vidas.
Los primeros espectadores de imágenes en movimiento el 28 de diciembre de 1885 se vieron sobrepasados por la experiencia. Con sólo la imagen de unos cuantos obreros, un jardinero y un tren, los hermanos Lumiére despertaron en aquellos pocos afortunados sensaciones nuevas y prometedoras. Hasta hoy día, el cine ha seguido jugando con nuestra psicología. Una buena película atrapa y descontextualiza, te hace vulnerable tanto como puede hacerlo un buen libro o una buena canción.
Ir al cine no es un simple entretenimiento de fin de semana, es una cultura, es dejar a un director que entre en tu mundo sin distracciones externas y con unos cuantos elementos que, a pesar de que los sepamos falsos desde un principio, consiguen convertirse en verdaderos mientras el proyector trabaja.
Por todo esto me aventuro a pensar que el cine y su exhibición no tendrán un pronto final. Los amantes de este bien llamado arte seguiremos valorando lo que una sala, una butaca y una pantalla de 17x24 significan.
Por descontado, todo arte explotado se convierte en negocio. No se debe olvidar que cine también significa industria y beneficios, y el arte y la industria suponen una mezcla difícil. Nunca se llega a saber del todo si priman la divulgación de la cultura y el servicio al espectador o las ganancias personales. Como en cualquier campo, el cine también se ensucia con ambiciones que dejan de lado el buen desarrollo del proceso artístico y creativo y se limitan a crear productos vendibles y con retorno de inversión asegurado. Si a esto sumamos que el altruismo está más cerca de la utopía que de la realidad, no sería difícil decidirse a reemplazar fila 10 y butaca 15 por el sofá de casa.
Pero lo cortés no quita lo valiente. Se puede -y hay ejemplos numerosos- combinar el arte con el beneficio. Generar un film cuidado, fiel a la visión y estilo del cineasta no tiene por qué estar reñido con el éxito del mismo.
Y también ahí radica la magia del cine. Que una visión personal pueda trascender y capturar a millones de personas y a kilómetros de distancia. Los directores que arriesgan y aceptan ese reto son los que conseguirán salvar el cine y conciliar industria, arte y espectador.
Afortunada o desafortunadamente, el séptimo arte, como casi todo en el mundo en que vivimos, necesita dinero para sobrevivir. Los espectadores lo sabemos, y estamos dispuestos a pagar por la experiencia y contribuir así a la generación de otras. Siempre y cuando se nos respete y se tenga en mente que, sin espectador, no hay película que valga.
El peligro radica en convertir el cine en lujo. El derecho a disfrutar de la cultura se ve amenazado por los precios excesivos y casi prohibitivos. Las proyecciones dejan de tener en su epicentro al largometraje en sí y trasladan la importancia a lo accesorio. Ya no vas al cine a ver la película, vas a ver la película mientras te comes un “Súper combo mix de palomitas grandes y refresco gigante”.
Todo esto hace que pierda su poder y magnificencia y favorece que pueda pasar a ser disfrute de unos pocos.
La salvación del cine radica en saber combinar el mantenimiento de la industria con el servicio al público. Algo tan grande no debería ser excluyente. Es esencial que los espectadores no nos sintamos víctimas de la ambición personal y que no veamos en directores, productoras y exhibidores a los verdugos. La conciliación entre ambas partes es posible y necesaria para que un invento que comenzó sobrecogiendo no termine desengañando.
Como decía Truffaut, “no se puede poner un final optimista, porque la vida no es optimista; tampoco se puede poner un final pesimista, porque sería un desastre comercial. Es necesario un final que incluya los dos”.
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