Hasta ahora se ha dado por hecho, y para ello se han esgrimido distintos argumentos culturales y de tradición política, que las posibilidades de que el auge de la extrema derecha, que ya es evidente en otros países de Europa, se produjera en España eran mínimas. Sin embargo, en el último tiempo hemos asistido a diferentes sucesos que evidencian el crecimiento de la intolerancia y el sectarismo tanto en el terreno social como en el marco de la política institucional.
Entre los supuestos que distanciarían a España de la tendencia del resto de Europa está, en primer lugar, el hecho de que el Partido Popular, como formación tradicional conservadora, habría servido como paraguas desde su origen a sectores moderados y radicales de la derecha española, incluidos aquellos herederos del franquismo. En segunda instancia, se confiaba en que Podemos y su plataforma unitaria con Izquierda Unida, apoyados en diversos movimientos sociales provenientes del 15M, habrían conseguido encauzar la frustración y la indignación surgida en los sectores populares tras la crisis económica.
No obstante, recientemente han entrado en juego otros elementos que podrían producir modificaciones en este panorama; analizaremos concretamente dos: los efectos del pulso soberanista en Cataluña y el crecimiento de formaciones a partir de discursos y posiciones sectarias, que han terminado por polarizar el debate político.
En el primer plano, la tensión nacionalista tuvo su punto más alto tras la convocatoria sufragista del 1 de octubre de 2017 y la posterior represión de las fuerzas de policía sobre los votantes. Uno de los efectos inmediatos de este suceso fue la exaltación de posiciones identitarias, evidenciada, por ejemplo, en el repentino poblamiento de las fachadas con banderas y otros símbolos patrios.
Si bien es cierto que con el cambio de gobierno tras la moción de censura se ha recuperado la interlocución entre el ejecutivo central y las instituciones catalanas, hecho que ha moderado la conflictividad entre ambas dirigencias políticas, es posible percibir una reactivación de elementos nacionalistas retrotraídos de una época incluso preconstitucional y, con ellos, una tendencia a la homogeneización de las formas identitarias en la esfera cultural. El resultado de este proceso es un evidente menoscabo de la heterogeneidad, la pluralidad y el respeto por las identidades no homólogas presentes en la sociedad española.
En el día a día esto se refleja en la aparición cada vez más frecuente de mensajes públicos discriminatorios que acusan a distintos sectores de no representar lo genuinamente español. Expresiones de odio que tienen como objeto a colectivos de inmigrantes, LGTBIQ, movimientos feministas y formaciones políticas del campo de la izquierda. Los reclamos instan a dar prioridad a la población nacional sobre la extranjera y están basados en estereotipos sin fundamento, tales como que los inmigrantes reciben mayores ayudas sociales, sobrecargan el sistema sanitario o empeoran las condiciones del mercado de trabajo.
La entrada en escena de Vox como formación llamada a recoger y trasladar estas posiciones al debate político oficial representa un nuevo round de la contienda. La izquierda se debate entre dos formas de respuesta: soslayarlo como interlocutor legítimo para no otorgarle entidad o entrar en una confrontación cuerpo a cuerpo, lo que terminaría encuadrándolo como su principal contradictor.
Para contribuir a pensar este dilema de acción política es importante tener en cuenta que el nuevo fascismo se diferencia del clásico en aspectos de forma y preserva al mismo tiempo elementos esenciales de fondo, giro que le garantiza la posibilidad de defender sus posiciones extremistas dentro del sistema democrático. Entre estos cambios están la aceptación del funcionamiento de las instituciones liberales y el desplazamiento del histórico antisemitismo hacia una islamofobia sostenida por motivos de ‘seguridad’. La consonancia entre esta nueva modalidad y el fascismo clásico está en la preservación de anteriores concepciones de la historia, el ser humano y la naturaleza. Desde esta perspectiva se entiende al humano como un ser agresivo por determinación biológica, enlazado a un único territorio debido a su historia e insertado en una red de jerarquías inherentes a su especie. Sistema de clasificación que en nuestra época tiene un carácter global y se expresa, según el sociólogo Ramón Grosfoguel, en una escala social con las siguientes divisiones:
1) Étnico-racial: que da por sentada la superioridad occidental frente a los pueblos no-occidentales y de los fenotipos blancos sobre los demás.
2) Patriarcal: que defiende la prevalencia de un sistema global de género y de sexualidad con base judeo-cristiana excluyendo todas aquellas expresiones consideradas como transgresoras de su escala de valores.
3) Religiosa, lingüística y epistémica: que asume solo como legítimas las confesiones de fe, las construcciones idiomáticas y los esquemas epistémicos hegemónicos.
Esta jerarquía estructural, que se introdujo poco a poco, de manera silenciosa, en el entramado cultural de nuestro tiempo como una suerte de apéndice de orden “metapolítico”, es la que reproducen hoy movimientos como Vox y sus semejantes en el resto de Europa.
Pero no solo se trata del plano discursivo: la violencia explícita o la tolerancia con ella es el otro elemento distintivo de las formaciones neofascistas. Quizás por ello, Abascal, el principal portavoz de la citada formación, tenga entre sus propuestas estrella la derogación de la Ley de Violencia de Género, el uso de la coerción para abordar los asuntos migratorios o la recuperación del legado de la dictadura.
Pese a esta certeza, la mayoría de los sectores democráticos en España siguen valorando el fascismo como una patología del pasado o como un periodo de la historia ya superado. Confían en que el orden político moderno está protegido contra la posible incursión de dichos actores. Quizás porque los conciben en su forma clásica o porque son incapaces de imaginar que esto pueda ocurrir en lo que consideraban como el único modelo de gobierno capaz de respetar la libertad de las personas. Solo hay que levantar la vista para apreciar que agitadores mediáticos como Trump y Bolsonaro, percibidos también como inverosímiles rivales en sus respectivos países, hoy gobiernan las dos economías más importantes de América.
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