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Las hijas 'adoptivas' de Franco

Vista general Atarazanas y La Rivera tras el incendio de Santander en 1941.

Desmemoriados.org

Faltaba mucho para que terminara la Guerra Civil, pero el dictador Francisco Franco ya firmaba decretos de gobierno. Mientras todavía la aviación convertía en ruinas lo que algún día fueron barrios o cuarteles, en enero de 1938 creó el Servicio Nacional de Regiones Devastadas y Reparaciones que poco después, ya ganada la guerra, convirtió en Dirección General. Aquellos lugares destruidos en más de un 75% tuvieron, además, el privilegio de ser “adoptados por Franco” lo que, en la práctica, suponía una tutela colonial de los territorios.

Nada era casual, la Dirección General de Regiones Devastadas y el Instituto Nacional de Colonización, creada en octubre de 1939, tenía la misión de cambiar el rostro a una España roja que salía agotada de un golpe de Estado y de una guerra fratricida y que contaba con la mano de obra gratuita de los decenas de miles de presos de guerra que el régimen utilizó para su proyecto “reconstructor”.

Santander, tras el incendio de 1941, obtuvo una categoría especial. Era la oportunidad perfecta para que el régimen demostrara su capacidad y pusiera en práctica sus teorías urbanísticas.

Los dos organismos citados ponían el músculo y el cerebro lo aportaba la Dirección General de Arquitectura, dirigida por Pedro Muguruza, un fervoroso arquitecto adepto al régimen y cuya huella personal sigue intacta (Valle de los Caídos, Ciudad Universitaria de Madrid, monumento al Sagrado Corazón de Jesús de Bilbao…). Pedro Muguruza tenía a su servicio a Pedro Bidagor, que estaba la frente de la Oficina Técnica de la Junta de Reconstrucción de Madrid y que intentó exportar sus tesis sobre la ciudad orgánica, clave en el Plan General de Ordenación Urbana de la capital, a la denominada como “reconstrucción de Santander”.

El devastador incendio de 1941 facilitaba lo que José Antonio Primo de Rivera había anhelado para Madrid, tal y como le confesó a su amigo y cofundador de Falange, Eduardo de Rojas, el muy disoluto V Conde de Montarco: “José Antonio nos dijo cómo el mejor modo de transformar Madrid sería prenderle fuego por los cuatro costados y colocarle unos retenes de bomberos en los edificios que merecieran conservarse”. A Santander le había prendido fuego el viento sur y para Bigador era una oportunidad perfecta.

Ya en la I Asamblea de Arquitectos de 1939, Bidagor, “el futuro artífice de la capital, explicaba que las Ciudades del Movimiento debían levantarse a modo de reacción contra un siglo de liberalismo urbano, causa de la desintegración del país en esta materia. A cambio, las nuevas ciudades podían conformarse como una creación total, máxima de perfección al servicio de una misión superior: la misión universal y eterna de España”. La ordenación de las ciudades “ya no puede ser libre, sino que será dirigida funcional, económica y espiritualmente a la plenitud de perfección orgánica”, como se explica en España Año Cero: la Reconstrucción Simbólica del Franquismo.

Sin embargo, en Santander, como más tarde en Madrid, Bidagor se topó de frente contra la realidad de los intereses económicos de las familias que habían apostado por el régimen. Sus primeros bocetos para la capital cántabra como ciudad orgánica al servicio de la utopía totalitaria nacionalsocialista fueron perdiendo adeptos conforme se acercaba el momento de la primera subasta de los solares que quedaron tras el desescombro.

En su visita a Santander en 1942, Bidagor fue ninguneado y la Dirección General de Arquitectura dio su visto bueno a los planes de reconstrucción fuertemente influenciados por los empresarios de la ciudad en alianza con parte de los poderes políticos locales, enfrentados, a su vez, con los dirigentes falangistas locales que denunciaban, con poco éxito, la precaria atención a las víctimas y los excesivos favores a los especuladores.

Si el Plan General de Ordenación Urbana de Madrid de Bidagor fagocitó los municipios de Fuencarral, los Carabancheles, Vallecas, Vicálvaro, Canillas, Canillejas, Hortaleza, Barajas y Chamartín de la Rosa para convertirlos en extensión de la “capital imperial” que él soñó, el Plan de Reconstrucción de Santander cambió para siempre la fisionomía de la capital cántabra borrando el pasado sin llegar a proyectar un futuro.

El incendio fue una oportunidad, no para la ciudad, sino para las clases burguesas que residían en el ensanche (Paseo Pereda) y que tenían que convivir con un centro histórico venido a menos e infestado de pobreza. Carmen Gil de Arriba, analizando el momento del desastre, asegura que, en el contexto de la posguerra, “el incendio resultó la coartada perfecta para deshacerse de o para transformar radicalmente un centro histórico que durante décadas había ido sufriendo un deterioro material y social del que con frecuencia se habían lamentado los grupos sociales con poder político y económico; muy a menudo ellos mismos propietarios del suelo y de los inmuebles de este casco antiguo, pero residentes en otras áreas de la ciudad más valoradas, como el ensanche burgués contiguo al mencionado frente marítimo meridional”.

Ni los reclamos de los comerciantes del centro afectados por el incendio y favorables a la reconstrucción literal del mismo, ni los delirios de los planificadores falangistas pudieron echar a perder la apuesta de la burguesía santanderina.

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