Se nos acaba el tiempo para dar un golpe de timón
Hoy se cierra la COP26. Con el agua por las rodillas, Simon Kofe, ministro de Asuntos Exteriores de Tuvalu, simboliza esta última oportunidad para salvar el planeta. Sabemos que esta década es la última que tenemos para contener las temperaturas por debajo de los 1,5 grados. Por encima de los 2 grados nos esperan olas de calor extremas, escasez de agua y el colapso de ecosistemas.
Sobre los resultados de esta COP26, hay valoraciones para todos los gustos. Existe una visión optimista que celebra los compromisos y las nuevas promesas climáticas anunciadas a bombo y platillo por jefes de estado y los jefazos de la industria. Los que sienten que algo está cambiando, que ganamos en ambición y urgencia.
Y luego estamos los otros, los que sentimos que ya no es tiempo de fuegos de artificio, sino de planes claros, concretos y vinculantes, de una acción contundente, de plazos acelerados y de una financiación a la altura del reto, solidaria y que asegure una transición justa. Lamentablemente no es la primera vez que nuestros líderes se comprometen y no cumplen. Se nos agota el tiempo para dar un golpe de timón y asegurar que contenemos el calentamiento global. Cada mes cuenta, cada décima cuenta.
Es cierto, se ha avanzado, más que otras veces. Esta última semana hemos visto cómo se engrosaba la lista de acuerdos y de compromisos. Se pide por primera vez que se terminen las ayudas públicas al petróleo, el gas y el carbón. La industria de la aviación llevó el compromiso neto cero para 2050. Más de 100 países acordaron reducir las emisiones de metano. Otros 130 países prometieron detener la deforestación para 2030 (ya lo prometieron en 2014) y destinar miles de millones de dólares al esfuerzo. India se unió por primera vez al creciente coro de naciones que se comprometen a alcanzar emisiones “netas cero”, estableciendo una fecha límite de 2070.
Pero el conjunto de medidas aprobadas, los plazos y el carácter voluntario de una gran mayoría de los acuerdos son insuficientes. Todavía queda mucho trabajo de análisis, pero los científicos coinciden: con los acuerdos conseguidos el mundo se dirige al menos entre 2,4 y 2,7°C de calentamiento, si no más, muy por encima del umbral crítico.
Para limitar el calentamiento a solo 1,5°C las emisiones globales de combustibles fósiles deben caer a la mitad entre 2010 y 2030. Sin embargo, los planes nacionales presentados esta semana quedan muy lejos de cerrar la brecha actual de emisiones, y apuntan que las emisiones agregadas subirán un 13% en 2030.
Incluso si el 90% de la población no produjera carbono en absoluto, las emisiones proyectadas del 10% más rico durante los próximos nueve años usarían casi todo el conjunto de emisiones posibles. Son los países ricos y más industrializados, las rentas más altas, las que tienen que multiplicar sus esfuerzos de forma exponencial.
La crisis climática es una contienda profundamente desigual. Los países que menos han contribuido a esta crisis, al haber emitido menos GEI, son los que ya están viviendo hoy sus consecuencias, y los que además disponen de menos recursos, no solo para adaptarse y mitigar su impacto, sino para hacer frente a los daños y pérdidas que eventos extremos ya están ocasionando.
Pero también ahí la cumbre ha fracasado. No se han alcanzado acuerdos para la constitución de un fondo que cubra “daños y pérdidas” de los países, ni se han asegurado fondos suficientes de adaptación y mitigación para los países más pobres. Ni tampoco hemos abordado todavía un elemento fundamental: la necesidad de revisar el derecho internacional y el estatuto de refugiado. Los desastres climáticos son ya hoy una de las principales causas de migración en el mundo y que la crisis climática puede provocar 216 millones de refugiados ambientales en 2050.
La conferencia acaba, pero nos queda mucho trabajo por hacer.
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