La amenaza catalana
Lejos quedan las imágenes aéreas de aquella inmensa cadena humana de 400 kilómetros que se extendió el 11 de septiembre de 2013, la Vía Catalana hacia la independencia. Más allá de la opinión de cada cual, fue un éxito mediático y organizativo. Medios internacionales como The New York Times o Le Monde se hicieron eco. En plena crisis financiera, surgió en Catalunya el movimiento de masas más persistente de aquellos años. El apoyo a la independencia en las encuestas se situaba alrededor del 50%. En los centros de poder de Madrid se respiraba miedo y en los pasillos de Bruselas, inquietud. La derecha –y buena parte de la población en España y en Catalunya– identificó la amenaza como real.
En 2025, a pesar de haber perdido la mayoría parlamentaria y el Govern, el independentismo sigue siendo un hecho social y político incontrovertible en Catalunya. En España, la gobernabilidad ha dependido de él. También cualquier posibilidad de mantener a la extrema derecha alejada del Consejo de ministros. Por eso, la ruptura anunciada por Junts hace tres semanas y su tono virulento –Míriam Nogueras calificó a Pedro Sánchez de “cínico” e “hipócrita”– deberían ser motivo de preocupación. No tanto por el gesto en sí, sino por lo que revela. Dividido, fatigado y amnistiado tras años de represión, el movimiento ha visto emerger una amenaza en su propio interior: Aliança Catalana. La última encuesta del CEO lo certifica: la formación de Silvia Orriols apunta a la tercera posición, superando a los de Carles Puigdemont.
El independentismo, evolución histórica del catalanismo, ha sido un movimiento de clases medias y populares, radicalizadas por la crisis del 2008 y el fracaso político del Estatut. Durante buena parte del siglo XX, se forjaron en la lucha democrática contra el franquismo. Pero la Catalunya de 2025 ya no es la de 2013. Hoy, un nuevo partido independentista resume su programa en defender “la raza catalana” frente a una supuesta sustitución migratoria promovida por el Estado español. ¿Qué ha pasado para que la revolución dels somriures, que contaba con la independencia como horizonte utópico, haya visto surgir a un partido islamófobo de sus entrañas, cuya apuesta es deportar a cientos de miles de catalanes?
Catalunya ha atravesado una auténtica policrisis que ha convertido la desconfianza en la emoción dominante. El procés no solo fracasó en su objetivo, sino que generó una sensación de engaño, desgaste y distancia entre la dirigencia y las bases. Aliança vive, en primer lugar, de esa crisis de representación. Pero la desconfianza también responde a causas económicas. Con las heridas de la crisis de 2008 aún abiertas y un peso económico menguante respecto a Madrid, la crisis de la Covid-19 agravó la situación. Su impacto se sintió en los hogares: cierre de negocios, encarecimiento de la vida y precariedad. A pesar de que la macroeconomía muestre señales de recuperación, la ciudadanía no vive esa mejoría. El día a día pesa más que cualquier indicador. El precio de la vivienda sigue desbocado, los salarios no acompañan y los servicios públicos están tensionados. La sensación general es de decadencia.
La pandemia trajo consigo una crisis de la salud mental. Las depresiones y la ansiedad fueron una constante. Durante el confinamiento, el uso masivo de las redes favoreció un repunte del pensamiento conspirativo. Otra vez, la desconfianza, ahora dirigida hacia la ciencia, la medicina o la universidad. Una encuesta reciente del CEO advertía de que esos discursos están arraigados en un tercio de la población catalana, especialmente entre los votantes de Aliança Catalana y Vox.
A este cóctel explosivo, se le suma un cambio demográfico acelerado. Entre 2016 y 2025, la población nacida fuera de España creció un 57%. Los inmigrantes han sido decisivos a la hora de sostener el mercado de trabajo. Hoy, un 23,8% de la población es migrante, con importantes variantes territoriales. Según la Encuesta de Usos Lingüísticos de la Población (EULP), a pesar de que el número total de hablantes de catalán aumenta, solo el 32,6% lo utiliza en exclusiva de forma habitual.
El geógrafo Christophe Guilluy describió la ruptura entre las grandes ciudades, donde se concentran la riqueza, los empleos y las oportunidades, y las periferias, donde la decadencia se instala y la sensación de minorización cultural es mayor. Ahí es donde han arraigado las fuerzas nacionalpopulistas en Europa, y Catalunya no es una excepción. Sin pulso ni fuerza para enfrentarse al “Estado español”, esa desconfianza se ha proyectado hacia el catalán más débil o el recién llegado. La antigua clase media en crisis, defraudada con el sistema y que ve amenazada su identidad, se reagrupa alrededor del agravio y el miedo. No es casualidad que la fuerza de AC se asiente en las comarcas de Girona o la Plana de Lleida.
Aliança Catalana es una amenaza en un doble sentido. En primer lugar, para la supervivencia de la propia nación catalana. Si Catalunya ha sobrevivido históricamente como nación ha sido gracias a la sorprendente voluntad de seguir siendo un pueblo con su lengua, su cultura y sus instituciones, pero sobre todo a su capacidad de integrar a los nouvinguts. La integración ha sido el nervio del país: sin ella, no hay futuro posible. Las propuestas de AC provocarían una caída del número de hablantes de catalán, un colapso del tejido socioeconómico y un fuerte empobrecimiento cultural. Esa Catalunya imaginada, aislada y encerrada sobre sí misma, no solamente exigiría fuertes dosis de autoritarismo y violencia para intentar llevarse a cabo, sino que, además, iría contra su propio objetivo declarado.
En segundo lugar, el partido de Silvia Orriols es una amenaza para la posibilidad de mantener a raya a la extrema derecha española. Su declaración de no participar en la gobernabilidad del Estado puede arrastrar al conjunto del independentismo y del catalanismo y llevar al país a un bloqueo permanente. El avance de la desconfianza hacia cualquier solución dialogada solo mejorará las opciones de Santiago Abascal de llegar a la Moncloa.
La única manera de combatir al nacionalpopulismo es reconstruir la confianza entre España y Catalunya, y dentro de la sociedad catalana. Por un lado, el Gobierno de coalición progresista debe asumir que necesita a Catalunya y que hacen falta pasos firmes. Es imprescindible reformar el sistema de financiación, cumpliendo los compromisos de singularidad, ordinalidad y responsabilidad. Por otro, queda la tarea más compleja: hacer posible un nuevo acuerdo que devuelva la legitimidad y el horizonte compartido. Catalunya sigue rigiéndose por un Estatut recortado por el Tribunal Constitucional.
Por último, el independentismo y el catalanismo deben ser capaces de articular mayorías amplias para resolver los inmensos retos de país. En la semana de arranque del juicio al expresident Pujol es como si se cerrase una época y otra intentase abrirse. En esta última, los catalanes y catalanas deberán responder a una pregunta fundamental: ¿quién forma para del “nosotros”? ¿Volveremos a ser aquella comunidad en la que catalán es “quien vive en Catalunya y lo quiere ser”?
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