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Delitos privados, vicios públicos

José Antonio Martín Pallín

Es evidente nuestra escasa aportación en investigación y desarrollo en materia tecnológica, sin embargo los españoles somos ricos en construcciones imaginativas y en evasiones dialéctica. En el campo del derecho ocupamos un ranking destacado, cuando los tribunales, primero la instancia y después el Tribunal Supremo, se enfrentaron a la posibilidad de tener que condenar a un magnate financiero, ya fallecido, por un delito fiscal. Se sacaron de la chistera la famosa solución, conocida como Doctrina Botín.

Hasta ese momento no había habido ningún problema para admitir que la acción popular podía ejercitarse en toda clase de delitos públicos salvo en aquellos en los que el legislador, de manera expresa, había limitado las posibilidades de persecución.

La acción popular, institución sabiamente introducida en nuestro sistema procesal, debido a la estructura jerárquica y dependencia gubernamental del Fiscal General del Estado, se erige como un posible correctivo a la atonía acusatoria del ministerio público.

La ley de Enjuiciamiento Criminal, ya en su redacción originaria de 1882 y así se ha mantenido hasta la última modificación, establece que la acción penal es pública y que todos los ciudadanos españoles podrán ejercitarla con arreglo a las prescripciones de la ley. Por si había alguna duda sobre la legitimidad de la acción popular, se le concede rango constitucional en el artículo 125 de la vigente Constitución española, al proclamar que los ciudadanos podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia, mediante la institución del jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos que la ley determine.

Cualquier alumno de Derecho conoce que los delitos, por su forma de persecución, se clasifican en privados (injuria y calumnia, hasta hace unos años figuraba también el adulterio y el amancebamiento), semipúblicos o semiprivados, que sólo pueden ser perseguidos a instancia del ofendido (Se incluyen preferentemente los delitos contra la integridad sexual), aunque también recientemente, se ha otorgado este rango de persecución a instancia de perjudicado a los delitos societarios. El resto de los delitos son de carácter público y pueden ser objeto de persecución por cualquier ciudadano español ejercitando la acción popular.

La mayoría de los juristas acreditados de este país, han criticado la exclusiva Doctrina Botín que, ni más ni menos, otorga al Ministerio Fiscal y al Abogado del Estado. el monopolio de la persecución de los delitos contra los intereses generales de todos los ciudadanos que, según el artículo 31 de la Constitución, están obligados a contribuir al sostenimiento de las cargas del Estado, para satisfacer los principios de justicia y solidaridad.

Mantener que los delitos contra la Hacienda Pública, tan favorablemente regulados en nuestro país para los defraudadores, es una cuestión que sólo afecta a al Ministerio público y al Abogacía del Estado choca frontalmente con los principios y valores que se desprenden de las leyes y del texto constitucional.

La laxitud punitiva de los fraudes a la Hacienda Pública y la Seguridad Social, llama la atención en todos los países en los que está arraigada una conciencia tributaria, sólidamente asentada en principios éticos. No pueden comprender como, para cometer en España un delito de esta naturaleza es necesario defraudar 120.000 €, lo que supone que el defraudador, como mínimo ha tenido unos ingresos de 240.000 € anuales.

Desconcierta y produce rechazo está exagerada benevolencia, por lo que el legislador español no ha tenido más remedio que someterse a las directrices de la Unión Europea y establecer que existe delito cuando se defrauda a la Hacienda comunitaria por encima de los 50.000 € e incluso será delictivo superar los 4.000 € de cuantía defraudada, imponiéndose, en este último caso, una pena de prisión de tres meses a un año.

El Ministerio Fiscal y la Abogacía del Estado tienen la obligación de explicar a los ciudadanos por qué consideran que son ellos los que ostentan el monopolio de la acción penal y en qué disposición legal se basan para sostener dicha tesis que, por supuesto, carece de cualquier apoyatura ética y jurídica con arreglo a los principios y valores superiores de nuestro ordenamiento como es el de justicia.

La Abogacía del Estado tiene la tarea añadida de explicar por qué la campaña que pretende incentivar la conciencia social de todos los españoles obligados al pago de los tributos, bajo el lema: “Hacienda somos todos”, no es más que un aviso publicitario con objeto de promover el pago de los impuestos a una caja que, al parecer, pertenece y maneja, en exclusiva, la Agencia tributaria. No sabíamos que la Agencia tributaria ostentaba la titularidad de los impuestos e ingresos que sirven para buscar el equilibrio presupuestario. Semejante planteamiento constituye, además de una inadmisible banalidad, un contrasentido para cualquier persona con un mínimo sentido jurídico, estético y ciudadano.

Llevando a sus últimas consecuencias esta tesis tan original e imaginativa del Abogacía del Estado, podríamos también sostener que una malversación realizada en un organismo oficial, no se puede perseguir, si el Interventor, que al fin al cabo es el que fiscaliza los fondos, no ejercita la acción penal. Por eso pediría un cierto cuidado con el manejo de las normas, no vaya a ser que ocasionemos un lamentable caos jurídico y una verdadera preocupación en la Unión Europea ya que nuestras cuentas están ligadas a la Hacienda comunitaria.

Por otro lado, el Ministro de Justicia, jefe de los servicios jurídicos y por tanto de la Abogada del Estado que, en el juicio contra la Infanta Cristina y otros, ha tenido esta genial ocurrencia, debería advertirla e incluso retirarla de su intervención en el juicio, porque descalifica el sistema jurídico y el sentido común, cosa que no puede permitir ningún gobierno responsable.

El Ministerio Fiscal, incansable en la defensa de un miembro de la familia real, pretende por otras vías demostrar que la Infanta es simplemente una defraudadora fiscal pero no una delincuente. Para ello se basa en un informe de la Agencia Tributaria, peligrosamente sesgado y manipulado, que puede crear todavía más conflictos y desconciertos e incluso desconfianza en el sistema económico y financiero español.

El Ministerio fiscal no puede ignorar que hubo un primer informe de la Agencia Tributaria en el que se decía que la defraudación superaba los 120.000 €. Este dictamen se corrigió admitiendo la posibilidad de corregir la cantidad a la baja, descontando las que denomina, “facturas ficticias” Si se confirma esta posibilidad por los jueces, se puede abrir una brecha en el Impuesto de Sociedades, cuyas consecuencias creo que no han sido debidamente calculadas.

Es imprescindible abandonar estos vicios públicos y exigir el respeto, por el Ministerio Fiscal y la Abogacía del Estado, a los principios y valores que constituyen la fortaleza y legitimidad del sistema democrático. En caso contrario la degradación ética y moral de la sociedad española podría llevarnos a una descomposición social de consecuencias nefastas para nuestra estabilidad y desarrollo y para el prestigio internacional de nuestro país.

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