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El discurso del odio

Catedrático de Filosofía del Derecho y exrector de la Universitat Pompeu Fabra
Restos de contenedores ardiendo en el centro de Barcelona este sábado, durante las protestas por el encarcelamiento del rapero Pablo Hasél.

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Llevamos varios días con disturbios en las calles de Barcelona, y en otras ciudades también, en donde algunos de nuestros jóvenes protestan contra la detención y el posterior encarcelamiento de Pablo Hasel. No quiero referirme a este hecho ahora, aunque haríamos bien en analizar con cuidado las fuentes de la furia y la rabia que expresan estos comportamientos, comprometernos con la sujeción a la legalidad de todas las actuaciones de los cuerpos y fuerzas de seguridad y sorprendernos profundamente por el inusitado hecho de que el gobierno de Catalunya deje a los Mossos d'Esquadra, su policía, sin piedad alguna a los pies de los caballos. 

Quiero referirme al lugar que la libertad de expresión, y también sus límites, ha de tener entre las libertades básicas en nuestra democracia constitucional. No cabe duda alguna, en eso hay un acuerdo generalizado, de que la libertad de expresión es uno de los pilares de nuestra democracia. Sólo es posible construir un espacio de la razón pública que incluya las voces de todos, si la expresión de todos es protegida y garantizada. Y sin ese espacio no hay democracia de calidad.

Sin embargo, eso no significa que dicha libertad no tenga límites. Hay un primer límite que ha sido reconocido en todas las democracias. Dicho en la expresión del famoso juez de la Corte Suprema de los Estados Unidos, Oliver Wendell Holmes, Jr. (Schenck v. United States, 1919), el límite es clear and present danger, es decir, cuando una expresión causa (para traducirlo en un modo compatible con la posterior doctrina de dicha Corte Suprema) un peligro serio e inminente. Holmes, para aclarar el significado de su lema, decía que la libertad de expresión no protege al demente que grita 'Fuego' en un teatro, produciendo un pavor y unas consecuencias totalmente evitables. Este límite, que también parece ampliamente compartido, responde a lo que, siguiendo a John Stuart Mill, se denomina, el principio del daño, es decir, la única razón que justifica la intervención coactiva del Estado es la evitación de un daño a terceros.

El principio del daño dibuja el perímetro de nuestra libertad. Tomarse en serio este principio tiene consecuencias: algunos comportamientos que tradicionalmente han sido castigados penalmente no deberían serlo. En el caso que nos ocupa, y pensando en nuestro código penal, las injurias a la Corona (algo que ya ha establecido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos) o los ultrajes a los símbolos nacionales (a pesar del reciente pronunciamiento del Tribunal Constitucional), no deberían figurar en nuestro código penal. El hecho de que alguien queme una foto del rey o una bandera española o catalana en una manifestación contra algunas actuaciones de las instituciones públicas no genera ningún peligro serio ni inminente.

Un segundo límite viene dado por el respeto al honor de las personas físicas. La libertad de expresión no debe amparar ni el insulto de otras personas, ni la atribución deliberadamente o negligentemente falsa de comportamientos que no ha realizado. También aquí rige el principio del daño, usar la palabra para insultar o atribuir a otros falsamente comportamientos que no han realizado, les daña y no muestra el respeto que nos debemos unos a otros. También en ello hay un amplio acuerdo. Es más discutible si dicho derecho al honor se protege mejor mediante el derecho privado o hay que recurrir al derecho penal, o a ambos como ahora sucede en nuestro sistema jurídico. 

Queda otro límite mucho más controvertido. Se trata del denominado discurso del odio. Es decir, el uso de expresiones que menosprecien, denigren o humillen a grupos vulnerables en nuestra sociedad. La Corte Suprema de los Estados Unidos ha considerado que estas expresiones, siempre que no comporten la producción inminente de actos contrarios a la ley, está amparada por la libertad de expresión. Por dicha razón, la Corte amparó (en Nationalist Socialist Party of America v. Village of Skoki, 1977) y autorizó una marcha en la que personas con símbolos nazis se manifestaron en un barrio en Illinois, en el cual vivían muchos judíos, algunos de los cuales sobrevivientes de los campos de concentración. Pero en otras jurisdicciones este discurso está prohibido, en la mayoría de países de Europa, en Canadá, en Australia y Nueva Zelanda, en muchos países latinoamericanos.

¿Tenemos razones para prohibir el discurso del odio? Creo que es posible argumentar a favor de ello. Que, como arguye en un libro importante el filósofo Jeremy Waldron (The Harm in Hate Speech, 2012), el discurso del odio referido a grupos vulnerables daña la dignidad de los miembros de dichos grupos, daña su capacidad de ser reconocidos por todos como miembros de la comunidad, vulnera su inclusión en la comunidad. La fortuna de dicha posición depende de que seamos capaces de formularla, en nuestros códigos penales, de modo que no sea ni infraincluyente, y nos deje con algo como el test de clear and present danger, es decir, que sólo prohibimos el discurso del odio cuando está orientado a causar daños serios e inminentes. Y entonces nada añade a lo que ya teníamos. Depende también de que no sea sobreincluyente, es decir cubra expresiones que enriquecen nuestro debate público, que son necesarias para nuestra democracia de calidad. La fortuna de hallar dicha senda intermedia depende de que seamos capaces de identificar adecuadamente los rasgos que hacen de un grupo, un grupo vulnerable. Un grupo es vulnerable, según creo, si los rasgos que se le atribuyen son, o han sido en el pasado reciente, un obstáculo para que sus miembros se incorporen como iguales al proyecto común de nuestra sociedad. 

En este sentido, pensando en cuestiones candentes ahora entre nosotros, los judíos son un grupo vulnerable, porque la pertenencia a este grupo significó penalidades sin fin para ellos. Las víctimas del terrorismo, algo más cercano a nosotros, también son un grupo vulnerable, porque la pertenencia a dicho grupo significó, en nuestro pasado reciente, un estigma terrible que todos conocemos. Esto es lo que contempla en parte el artículo 578.1 de nuestro código penal y, según creo, puede justificarse con los argumentos esgrimidos.

Esto, según creo, es lo que deberíamos estar debatiendo. Lo que carece de la mínima coherencia es proponer, a la vez, la supresión del delito de enaltecimiento del terrorismo y la inclusión del delito de enaltecimiento del franquismo. El ámbito del foro público ha de ser el ámbito de la razón pública. El ámbito de la fuerza de las razones, nunca el ámbito de la razón de la fuerza.

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