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¿Llega el desenlace de la serie 'Crisis'?

Isaac Rosa

De tanto ver series de TV y cine comercial, hemos acabado creyendo que la realidad también sigue el viejo patrón narrativo de tres actos: planteamiento, nudo y desenlace.

Lo pienso al ver las expectativas que este 2015 despierta: como si llegase por fin el momento del desenlace. El esperado desenlace, el inevitable y obligado desenlace. La última temporada de la serie Crisis.

Y es que si pensamos lo sucedido desde 2008 en términos narrativos, es fácil creer que estemos en vísperas del episodio final.

Recapitulemos. La serie arrancó con dos temporadas, 2008-2009, que funcionaban como primer acto, el planteamiento: un país que, tras una década de aparente prosperidad, asiste asombrado al terremoto financiero mundial y el pinchazo de la burbuja.

El segundo acto, el nudo, recorre las cuatro siguientes temporadas, 2010-2013: cuatro intensos años en un imparable crescendo dramático. Un país cada vez más pobre y corrupto, con la temperatura callejera subiendo capítulo tras capítulo, y varios giros argumentales sorprendentes: el viraje de Zapatero, el 15-M, la victoria del PP. La intriga se vuelve vertiginosa con la amenaza de rescate, la prima de riesgo, los recortes, las protestas, el rescate bancario. No falta un villano imprevisto (Bárcenas), y hasta una trama secundaria que mantiene el interés cuando decae la principal: Cataluña.

Así llegamos a 2014, que sería ese momento crucial que anticipa la resolución de toda trama clásica. El punto álgido en que todos los conflictos de temporadas anteriores alcanzan su máxima tensión: pobreza, desigualdad, corrupción, desmoronamiento institucional. Un punto de inflexión de tal intensidad que parece anticipar el desenlace, lo hace obligatorio. Hasta aquí hemos llegado.

Por si fuera poco, en ese 2014 aparece un héroe inesperado: Pablo Iglesias. Un impactante giro de guión que de pronto acelera el clímax final, justo en un momento en que ni espectadores ni guionistas sabían cómo terminar la historia.

Así que hoy nos asomamos a 2015 en vilo. Con la expectación de quien se prepara para el tercer acto, la última temporada, el capítulo final, el duelo decisivo, el momento en que el nudo se deshará y los protagonistas conseguirán lo que llevan tanto tiempo buscando, o por el contrario fracasarán para siempre.

“El año del cambio”, lo llaman unos y otros para convencer de su inevitabilidad a los ciudadanos, que según dicen estamos en casa, con la papeleta entre los dientes esperando a que abran los colegios electorales. La ilusión de que las urnas nos permitan ser más que espectadores: ser guionistas y escribir el final de la historia, haciendo que ganen los buenos, que los malos reciban su merecido.

Ojalá fuese todo tan sencillo, pero me temo que no. Aunque nos la cuenten (y nos la contemos) según el patrón narrativo, la crisis española no es una ficción televisiva. Si estamos en vísperas de su desenlace lo veremos, pero no es inevitable. Y aunque 2015 promete mucho, está todavía por escribir, del primer al último día. Puede pasar cualquier cosa. Repito: cualquier cosa. Incluso no pasar nada, por increíble que hoy nos parezca. Y para que de verdad sea un “año de cambio” hará falta mucho más que una urna.

No sea que con tanta ilusión y tanta papeleta entre los dientes, nos acabe pasando como a esos espectadores decepcionados tras el último capítulo de su serie favorita, cuando comprueban que al final era todo un sueño, estaban todos muertos, el asesino era el mayordomo, o el fundido en negro significa “continuará”.

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