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Barcelona, ¿cocapital o metrópolis global?

Madrid, Barcelona y otras 33 ciudades prometen mejorar la calidad del aire

Joan Coscubiela

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En las últimas semanas ha reaparecido el debate sobre el papel de Barcelona en un mundo global en el que las grandes metrópolis van a jugar –están jugando– un papel clave en la reestructuración de los poderes económicos y políticos.

Como en tantas otras cosas importantes, el debate aparece mezclado e instrumentalizado por el eucaliptus que todo lo absorbe, el conflicto territorial. Así, en ese totum revolutum, la reacción del president Torra ha sido despacharla alegremente con el calificativo de propuesta provinciana. A pesar de las dificultades de visión que provoca la niebla que todo lo invade, vale la pena profundizar en la reflexión sobre el papel de Barcelona como metrópolis global. Nos jugamos mucho.

La debilidad política y emocional del Estado español le ha llevado a negarse a sí mismo como realidad plurinacional. Tampoco ha sabido abordar –salvo en momentos puntuales– el hecho de ser un país con dos ciudades –áreas metropolitanas– de una gran potencialidad económica, tecnológica, cultural. Se trata de una bicefalia que no se da en ningún otro estado y que tiene raíces profundas, entre ellas la diferente trayectoria seguida a partir de la industrialización.

La respuesta de la España democrática a algunas de las disfunciones de un estado español tan centralizado como débil, el Estado autonómico de 1978, ha tenido éxitos evidentes. Incluso para comunidades que jamás se habían planteado ninguna aspiración de autogobierno. Pero ese modelo de articulación política, que ya tenía algunos defectos de origen –su indefinición entre otros– se ha desarrollado con una lógica uniformizadora, que nada tiene que ver con la igualdad. Hoy, sufre de un desgaste de materiales que obliga a reformarlo, con independencia de lo que suceda con Catalunya.

En estas últimas décadas, la difícil construcción institucional de la España autonómica convive y se entremezcla con otros procesos que aportan aún más complejidad. La despoblación de una parte importante de nuestros pueblos y ciudades, una problemática con causas propias que haríamos bien en no poner en todas las salsas (salario mínimo, precios agrarios) si queremos abordarla con rigor.

En otra dimensión, la tentación centrípeta de Madrid, una tendencia que comparte con otras grandes ciudades, se convirtió en 1996 de la mano de Aznar y el PP en el gran proyecto del Estado español. El resultado es un proceso de concentración en el Madrid metropolitano de las potencialidades humanas y económicas existentes en el resto de España.

Todas ellas son problemáticas que se entremezclan pero que tienen perfiles propios que haríamos bien en diferenciar y también en relacionar con procesos que en paralelo se están produciendo a nivel global.

Asistimos a una verdadera dislocación de todas las estructuras sociales e institucionales nacidas al calor de la revolución industrial. Especialmente del estado nación que se encuentra atrapado en unos límites territoriales y temporales que no se corresponden a los de la realidad que pretende gobernar, una economía y una sociedad de tiempos digitales y de dimensión planetaria.

Que nadie se lleve a engaño, los estados nación no van a desaparecer en breve. La historia nos dice que en los momentos de cambio de época lo nuevo convive durante mucho tiempo con lo viejo, incluso se confunden. Los estados no solo no van a desaparecer de golpe, sino que se resisten a asumir una realidad más compleja, la de la globalización, que comporta soberanías compartidas, gobierno multinivel y nuevas formas no institucionales de organizar la gobernanza. Los estados nacionales se sienten atacados por todas partes, por la construcción europea, por su descentralización interna y por unos mercados globales que les han usurpado de facto algunas de sus funciones reguladoras. De esa sensación de acorralamiento e impotencia nacen algunas de sus reacciones defensivas y de encastillamiento.

En este contexto de grandes disrupciones, lo que nos tiene ocupados a catalanes y españoles es un debate por la independencia. Una reivindicación tan legítima como ucrónica, en la medida que plantea la reivindicación de mayor soberanía en términos del siglo XIX, como si nada estuviera sucediendo en el mundo. Que quede claro que la ucronía proviene no solo de parte de los independentistas. Igual sucede, en ocasiones incluso más, con los partidarios de la indisoluble e inmutable unidad de España.

Estamos ya inmersos en un proceso de reestructuración de poderes que aún no somos capaces de entender, que desconocemos hacia dónde nos dirige, pero que ya apunta algunas tendencias. No parece cercano lo del gobierno mundial y sería un error trasladar a la Unión Europea los esquemas propios de los estados nacionales.

Lo que intuimos en el horizonte es un conjunto de mutaciones de gran complejidad, en el que se van a mezclar una redistribución de poderes institucionales, hasta ahora concentrados en los estados nación, con nuevas formas de ejercicio multilateral de soberanías múltiples en las que la musculatura tecnológica, científica, cultural y económica, va a ser decisiva. Todo de la mano de dos grandes fuerzas transformadoras, la innovación y la cooperación.

Es ahí el terreno en el que van a jugar –lo están haciendo ya– las grandes metrópolis. Barcelona tiene en este escenario grandes potencialidades y sobretodo la capacidad de generar un gran espacio de cooperación que articule toda una región europea transnacional. Una vieja propuesta del Gobierno tripartito de izquierdas que tiene dos grandes virtudes, tener Europa como horizonte y sintonizar con el federalismo como cultura de cooperación y solidaridad. Quizás por ello siempre ha encontrado las resistencias de la derecha catalana, en la medida que comporta una gran interferencia en su lógica nacionalista.

Se trata de un proyecto con una gran potencialidad política. De entrada permite resituar el debate sobre soberanías. Insistir en la creación de nuevos estados nos lleva a la lógica de la competitividad sin límites, en ocasiones sin reglas, en las que los estados, con su estrategia de dumping social y fiscal, en vez de ganar soberanía de unos frente a otros lo que hacen es cederla a los mercados.

Algunos lo tienen claro al hablar del Brexit pero lo ignoran cuando se refiere a nuestra casa, donde estamos bloqueados, intentando buscar una salida ante la dificultad de hacer avanzar las soluciones, tanto si se orientan a acordar un referéndum como si se trata de refrendar un acuerdo. Para ambas cosas se necesitan una mayorías y unos consensos –en Catalunya y España– que hoy no se divisan. Eso no significa que nos resignemos a no hacer nada. Existe mucho margen en la micro política para promover reformas importantes, como apunta el jurista Antoni Bayona en su libro No todo vale y esperemos que desarrolle pronto en una nueva entrega.

Ante ese bloqueo de las grandes soluciones podemos quedarnos paralizados y empantanados o podemos apostar por cambiar el tercio de la reflexión, el debate y las propuestas. En esa lógica es en la que la propuesta de Barcelona metrópolis global tiene capacidad para ser uno de los ejes de la futura construcción de Europa. Una construcción económica y social cuyas fronteras no deben necesariamente coincidir –no van a coincidir en el futuro– con las actuales fronteras políticas.

Una Barcelona metrópolis global que permita a Catalunya tener un proyecto fuerte para el siglo XXI. Y que permita a España encontrarse con su diversidad, su pluralidad y su policentrismo.

Siempre, claro, que se plantee como el impulso concertado por una Barcelona, metrópolis global, y no que se presente como el placebo de la capitalidad compartida con Madrid del Estado español.

En estos términos es en los que creo vale la pena discutir la propuesta de la capitalidad tecnológica, científica y cultural de Barcelona. Y sobre todo apostar decididamente por ella.

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