La brecha de autoridad de las mujeres
Desde hace algunos años, acompaño a otras mujeres en sus procesos de escritura. Es algo emocionante estar ahí cuando sus ideas son todavía como pequeñas semillas lanzadas a la tierra. No hay más que una promesa, la promesa de una voz que está por salir y una historia que está por contar. Casi todos los textos que me han llegado tienen que ver con algún nudo que merece la pena deshacer: una madre y una hija, una hermana, una genealogía de mujeres que han aprendido a tejer el hilo de sus voces en silencio. Da igual lo bien que escriban, lo hermosas que sean sus ideas y sus textos, su voz propia abriéndose paso línea a línea, hay algo dentro de ellas que las lleva a dudar de esa voz, algo que les dice que su historia no merece la pena. Lo veo en todas ellas —al menos, en todas las que llegan a mí buscando apoyo—, ese temblor que las hace tambalearse sobre la página. A veces, siento que más que lecciones sobre literatura, me abrazo a la mujer que está al otro lado y le ofrezco mi cuerpo, le digo que se apoye en mí hasta que pueda sostenerse sola. Hay algo muy íntimo en la escritura, muy sensible, es como si estas mujeres se fueran despojando a medida que su escritura avanza, se van quedando desnudas con su historia.
Antes, no hace tanto, yo también dudaba de mí, de mi voz, de mis ideas, de mi propia historia. Al fin y al cabo, una no crece creyendo en sí misma, todo lo contrario: desde niñas somos cuestionadas, culpabilizadas y silenciadas. ¿Cómo se aprende a creer en una? ¿Y no es, acaso, eso lo que necesitamos casi siempre? Alguien que crea en nosotras, que no nos juzgue, que nos acompañe. En la escritura como en la vida, necesitamos a esa amiga que nos llena de energía gozosa, que nos haga creer que somos imparables, capaces de volar aun sin tener alas. ¿Cómo de diferente serían nuestros procesos —de creación, de maternaje, de cuidados— si creyéramos en nosotras mismas? O si, cuando dudásemos, hubiera una amiga a nuestro lado que nos hiciera ver lo bello que hay en nosotras, aquello que no somos capaces de ver por inseguridad, por el síndrome de la impostora, por esa grandísima brecha de autoridad que hay entre nosotras y el mundo —el mundo masculino, el patriarcal, el canónico.
Cuando Rebecca Solnit escribió su texto Los hombres me explican cosas, lo hizo alentada por una amiga escritora, Marina Sitrin. Solnit contaba con frecuencia la anécdota de un hombre que, en una fiesta, empezó a hablarle de un libro que no había leído pero que era importantísimo y necesario leer. Él hablaba y hablaba sin dejarla participar en la conversación ni siquiera para decirle que ese libro tan maravilloso lo había escrito ella. Su amiga le insistió en que debía escribir sobre ello porque había gente como su hermana pequeña que necesitaba leer algo así. «Las jóvenes», le dijo, «necesitaban saber que ser minusvaloradas no era algo que fuese resultado de sus propios defectos secretos; sino que era algo que venía de las viejas guerras de género, y que nos había sucedido a la mayor parte de las que somos mujeres en algún momento u otro de nuestra vida».
Estos días hemos visto cómo una canción se volvía casi un himno de vida para muchas mujeres. Hablo de “Ay, mamá” de Rigoberta Bandini. Algunos lo verán como algo banal, como un producto cultural más, pero para muchas de nosotras ha supuesto ese abrazo del que hablaba antes. La amiga que reconoce tu lugar en el mundo, que te acompaña en el camino. Esa canción nos está diciendo que somos testigos fiables de nuestras propias vidas, que la verdad es algo que nos pertenece, está reconociendo nuestros cuerpos y está poniendo en valor nuestra experiencia.
Con la misma fuerza con la que sonaba en mi casa la canción de Bandini, leía Una vida propia, el último libro de Deborah Levy, y me dejaba arrastrar por el torrente de su voz y de su historia. Este libro es el tercer volumen de su autobiografía y, en uno de los capítulos, cuenta cómo fue a una fiesta literaria y, nada más entrar, se topó con un escritor de cierto renombre que quiso machacarla. «¿No te miras a veces en el espejo y piensas que todo este éxito te ha llegado demasiado tarde y que tanta exposición pública resulta más bien vulgar, completamente tediosa y terriblemente agotadora?», le preguntó. Esta dolorosa y misógina anécdota le sirve a Levy para reflexionar acerca del vacío que se les hace a las mujeres y de la necesidad que tiene la sociedad de silenciarlas. Recuerda las revistas literarias que leía de joven, cómo estaban llenas de escritores brillantes, todos hombres, y cómo ella apenas se daba cuenta de que no había ni una sola mujer en sus páginas. «El hecho de no haberme sentido ofendida por la ausencia de mujeres en las páginas de aquellas prestigiosas revistas suponía una terrible desconexión de lo que fuera que me debería haber hecho sentir su ausencia. Era algo normal. Era normal estar desaparecida. Era normal que te desalentaran».
Como Solnit, Levy tampoco había flaqueado en su empeño de ser escritora, a pesar del vacío, de la brecha, de vivir y escribir en un mundo hecho a la medida de los hombres. Las dos se habían tomado en serio. Aquel escritor agitaba sus manos «blandas y blancas» ante la cara de Levy una y otra vez cuestionando su éxito y el lugar que ocupaba como escritora y ella, como la amiga de Solnit, solo podía pensar en sus hijas de veinte años, en las amigas de sus hijas, en todas esas mujeres jóvenes listas, ambiciosas, vibrantes y en que nadie se burlara de ellas por creer en sí mismas.
Todas esas voces que nos cuestionan parecen decirnos que este no es nuestro mundo. Y este mundo es tan suyo como nuestro. Puedo ver los paralelismos entre Solnit, Bandini, Levy y las mujeres que llegan a mí. Necesitamos más voces que hablen de nosotras, más historias que cuenten nuestras vidas, por las mujeres que somos hoy y por las que fuimos y seremos. Necesitamos tomarnos en serio a nosotras mismas y acompañarnos las unas a las otras para coser la brecha.
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