Callosa, Rajoy y la Conferencia Episcopal
España es un país anormal, democráticamente hablando, y hasta que no lo asumamos no podremos emprender el camino que nos conduzca a la sanación. Lo ocurrido estos últimos días en la localidad de Callosa de Segura nos sitúa nuevamente frente al espejo. Un espejo en el que se refleja la imagen de una nación que se ha vendado los ojos para no mirar hacia al pasado y, ya de paso, para no ver las águilas imperiales, los yugos y las flechas que siguen adornando algunas partes de su anatomía.
En cualquier democracia normal sería impensable que, en pleno siglo XXI, existiera un monumento como el de Callosa dedicado a ensalzar el fascismo. Sería impensable que la campaña para evitar que se elimine ese vestigio totalitario estuviera liderada por los concejales del partido que gobierna el país. Sería impensable que un sacerdote se erigiera en el primer defensor de un símbolo de la opresión, la dictadura y el asesinato masivo. Sería impensable que un tribunal intentara paralizar su retirada. Sería impensable que existiera una ley tan ambigua, tan cobarde y además promulgada por un Gobierno socialista que permitiera no solo la existencia de asociaciones filofascistas, sino que brindara a estas los resquicios legales necesarios para recurrir ante los jueces la erradicación de los monumentos que recuerdan a criminales y genocidas.
En cualquier democracia normal existiría hoy una corriente social, política y periodística de apoyo al alcalde de Callosa y a todo su gobierno municipal que sería abrumadora e imparable. Aquí, sin embargo, apenas se presta atención al tema. La venda sigue sobre los ojos mientras la extrema derecha se multiplica a nuestro alrededor. Todos somos responsables de ello, sin duda, pero lo que está ocurriendo en ese municipio alicantino tienen dos principales culpables: Rajoy y la Iglesia católica.
Empezando por el final, la Conferencia Episcopal y El Vaticano deberían ser los más interesados en que se retirara la cruz de los caídos de Callosa de Segura. El franquismo se apropió, es verdad que con el consentimiento de la Iglesia de aquella época, de toda la simbología católica. Se usó la cruz como excusa para asesinar, violar y encarcelar a cientos de miles de españoles y españolas. ¿No creen nuestros obispos que ha llegado el momento de desvincular del terror franquista un símbolo tan respetable como es la cruz? Resulta un insulto a nuestra inteligencia que el párroco de Callosa y algunos de sus superiores eclesiásticos justifiquen su defensa del monumento porque se ha retirado la placa que aludía a “los caídos”: “ahora solo es una cruz”, dicen. Me gustaría saber qué pasaría en Alemania si algún sacerdote o seglar intentara conservar una gran águila hitleriana retirándole la cruz gamada de sus garras, utilizando el argumento de que “ahora solo es una rapaz”.
La cruz de Callosa no representa a Cristo, como tampoco lo hace la de El Valle de los Caídos o la de tantos otros monumentos franquistas que quedan en España. Ninguna de ellas se erigió en honor al hijo del creador, sino a la mayor gloria de los dirigentes fascistas de la época. Esas cruces simbolizan, precisamente, los valores contrarios a los que predicó aquel nazareno hace más de 2.000 años. Si los obispos españoles no quisieron impedir en su día que Franco utilizara la cruz como arma de destrucción masiva, hoy al menos deberían evitar que se siga usando como excusa para mantener en pie el recuerdo de aquella sangrienta dictadura. Es hora de apelar a los sectores más progresistas de la Iglesia española para que aprovechen el tirón aperturista del Papa Francisco y arrinconen a aquellos que se niegan a dejar atrás ese negro pasado de connivencia con el franquismo y de complicidad con sus crímenes. Si no lo hacen, seguirán construyendo su Iglesia sobre los cadáveres, la falta de libertad y el sufrimiento de muchos millones de españoles. ¿Es eso lo que realmente quieren?
Al otro gran responsable, Mariano Rajoy, le gustó y le sigue gustando el franquismo. Ese es el problema de fondo. Para comprobarlo basta leer sus artículos de juventud o descubrir en la hemeroteca cómo todavía en 1989, siendo secretario general del PP gallego, distribuía cartas alabando al dictador. Hoy Rajoy ya no es tan descarado en sus comportamientos porque quedaría feo, pero le sigue asomando por la solapa de la chaqueta el pico de un aguilucho cada vez que improvisa sus discursos. Se vio especialmente cuando se enorgulleció, hasta el infinito y más allá, de haber impedido, vía recorte total del presupuesto, que las familias de las víctimas del franquismo pudieran sacar de las cunetas los restos mortales de sus seres queridos. Y se le vieron las dos alas y el pico aquel día en el que dijo no entender por qué la calle en la que vivió durante su infancia se llamaba ahora Rosalía de Castro, en lugar de conservar el nombre de un almirante franquista, famoso por bombardear Gijón o masacrar a la población civil que intentaba huir de la ciudad de Málaga.
Con ese jefe es comprensible que los concejales de Callosa lideren la defensa de la cruz franquista. Con ese jefe es comprensible lo que ha ocurrido en diversos puntos de España durante los actos conmemorativos del Día Internacional en Memoria de las Víctimas del Holocausto. En Málaga, por ejemplo, la corporación municipal popular se negó a recordar a los malagueños que fueron deportados a campos de concentración nazis. En Alcantarilla (Murcia) su concejala de Cultura se ausentó del pleno para no tener que apoyar una moción que homenajeaba a las víctimas del nazismo y, especialmente, a los cuatro vecinos de ese pueblo que pasaron por el infierno de Mauthausen. En la Asamblea de Madrid su presidenta, con el apoyo de Cristina Cifuentes, se negó a leer los nombres del medio millar de madrileños que perecieron o estuvieron a punto de hacerlo en los campos de la muerte de Hitler. Matar judíos estuvo mal, pero matar republicanos en la cámara de gas… a la segunda, ya tal.
La otra cara de la moneda popular la encontramos, precisamente, en la Galicia natal del presidente y de su respetado Caudillo. El Parlamento gallego, con mayoría absoluta de los populares, leyó una declaración institucional en la que se calificaba de fascista al régimen franquista y se reconocía la responsabilidad directa del dictador en la deportación y/o muerte en los campos nazis de casi 10.000 españoles y españolas. Aunque la iniciativa fue liderada por la oposición, especialmente por En Marea y el BNG, la actitud del presidente del Parlamento, Miguel Santalices, y del propio Núñez Feijóo solo pueden merecer el aplauso y la gratitud de cualquier demócrata.
Fue el paso más destacado, pero no fue el único. En el parlamento de Cantabria o en ayuntamientos tan importantes como el de Madrid también se aprobaron, con el apoyo del PP, mociones de reconocimiento hacia los republicanos víctimas del nazismo. No lo creo, pero me gustaría creer que estamos ante un punto de inflexión en el que los populares empiezan a desprenderse de esa segunda alma franquista que aún les convierte en el único partido conservador europeo, no ultraderechista, que no se considera antifascista. Les queda mucho camino por recorrer, mucha pedagogía por hacer, muchos concejales por retirar y, sobre todo, un líder preñado de franquismo al que sustituir.