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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

El carácter suicida del capitalismo

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Que la falta de vacunas en países en vías de desarrollo abriría vías a nuevas variantes de la COVID era una crónica anunciada ante la que no se tomaron medidas suficientes para evitarla. ¿Por qué? Porque la solidaridad es incompatible con el modelo de distribución imperante.

El Homo sapiens se cree infalible e inteligente, pero resulta ciertamente estúpido si analizamos cómo abraza una insolidaridad que mata, frente a vías que nos beneficiarían a todos. Hace casi un año el director de la Organización Mundial de la Salud advertía de que “el mundo está al borde de un catastrófico fracaso moral. (…) El enfoque del 'yo primero' deja en riesgo a las personas más pobres y vulnerables y prolongará la pandemia, las restricciones necesarias para contenerla y el sufrimiento humano y económico”.

El mundo lo sabía, pero el 'yo primero' vacío de inteligencia ha primado. Hace un año la universidad Johns Hopkins publicó un estudio en el que preveía que los países ricos, que representan solo el 14% de la población mundial, contarían con más de la mitad de las reservas de las vacunas mientras que al menos una quinta parte del planeta no tendría acceso a ellas hasta el año 2022 como pronto. Dicho estudio también calculaba que los países ricos tendrían capacidad para vacunar casi tres veces a su población, mientras que los pobres ni siquiera dispondrían de dosis suficientes para vacunar a los trabajadores de la sanidad y a las personas de riesgo.

También hace un año un grupo de ONG que defienden la vacuna universal alertaban de que 67 países pobres solo podrían vacunar a una de cada diez personas en el año 2021. ¿Se hizo algo para evitar todo aquello que ya se anunciaba? No. Sabíamos que la desigualdad en la distribución de la vacuna dañaría la salud pública, multiplicaría el riesgo de nuevas variantes y perpetuaría las restricciones, pero ¿qué más da eso si una minoría ha podido beneficiarse de ello?

Según la People’s Vaccine Alliance -integrada por más de 75 organizaciones de derechos humanos que exigen vacunación universal- durante el primer semestre de este año Moderna, BioNtech y Pfizer obtuvieron 26.000 millones de dólares de beneficios, mientras que mantienen el monopolio de la producción y pagan solo entre un 7 y un 15% de impuesto de sociedades a nivel global. Sin embargo, el desarrollo de estas y otras vacunas anti-COVID no se debe solo a la aportación de las farmacéuticas: varios países, con Alemania y Estados Unidos a la cabeza, han invertido millones de dólares de fondos públicos “sin condiciones, sin asegurar” el acceso a todos los países y “sin precios justos”, como ha denunciado la campaña No Es Sano.

El pasado mes de julio la organización no gubernamental SOMO denunció en un informe cómo la presencia de Moderna en Suiza y Delaware le ofrece una “oportunidad de evadir impuestos” por la venta de sus vacunas. Es evidente que las farmacéuticas tienen capacidad para ejercer de lobby con gran fortaleza, tanto para vender más vacunas a países ricos como para imponer condiciones duras y estrictas para países en desarrollo.

Ante ello conviene repetir la pregunta que el dramaturgo Bertolt Brecht se formulaba en la obra Vida de Galileo: “¿Podemos negarnos al pueblo y al mismo tiempo seguir siendo hombres de ciencia? (...) La lucha por medir el cielo ha sido ganada, pero las madres del mundo siguen siendo derrotadas día a día en la lucha por conseguir el pan de sus hijos. Y la ciencia debe ocuparse de esas dos luchas por igual”.

Si se dispusiera de toda la información sobre la eficacia de cada vacuna y si los fabricantes de todo el mundo tuvieran permiso para producir cualquier vacuna sin tener que afrontar juicios de propiedad intelectual, habría más posibilidades de proteger a la población mundial, de contener la pandemia y de responder con más rapidez ante la aparición de nuevas cepas. Pero eso supone cuestionar el sistema actual de financiación de monopolios de patentes. Y si hay que elegir entre la vida de seres humanos o la perpetuación del enriquecimiento de una élite, el modelo actual demuestra que opta por la segunda opción.

Es el apartheid viral, término acuñado por el doctor y profesor en la universidad de Harvard Raj Panjabi. Entre la salud pública y la propiedad privada, la propiedad privada. Entre el cuidado del planeta y la explotación dañina e ilimitada del mismo, explotación dañina e ilimitada. El carácter suicida de este sistema es innegable. Quien ose defenderlo sin matices no debería pasar a la historia como contribuyente de la inteligencia humana.