Despertares
Recuperar una cierta normalidad ha sido como despertarse de un largo sueño que, al revés que en el mundo onírico, ha resultado ser más corto que el tiempo transcurrido. “Si me dijeran que han pasado 7 días en lugar de 70, me lo creo”, comentaba una sobrina millennial desde Girona ante el paso a la Fase 1. Quizás se deba a la casi infinita capacidad de adaptación que tenemos los humanos. Quizás a que ha sido en parte una pesadilla (los muertos, los enfermos, el sufrimiento, la crisis económica y social), en parte una ensoñación (la ciudad sin coches circulando, casi sin gente, hasta que nos dejaron salir de paseo como las diminutas figuras de algunos cuadros del añorado Juan Genovés), y una cierta calma interior, pese a la zozobra que provoca el desastre generado. No he vivido tragedias en mi derredor, ni he tenido que conciliar trabajo (una suerte vital la de trabajar) y cuidado de niños. Incluso muchas relaciones familiares y amistades se han vuelto, a distancia digital, más próximas en este ambiente extraño que no podía ni debía durar.
Pero llegó la hora de los despertares. Y al despertar nos hemos encontrado con que la desescalada de movilidad ha venido con una escalada en la polarización política -no sólo en España, no nos creamos- y geopolítica. El aplauso solidario de las ocho de la tarde ha dado paso en algunos entornos bastante determinados al estruendo de las caceroladas de las nueve, nunca “para” sino “contra”. Son los mismos y las mismas (no les gusta esta forma de hablar) que en estos años se han manifestado, siempre con la bandera que han secuestrado y, así, devaluado, en contra del aborto, de “los catalanes” (lo que va mucho más allá de estar, como estamos, contra el independentismo) y otras campañas.
Con el aliento de Vox en el cuello o viendo que así recupera voto de los descarriados de su extrema derecha, el PP, ha acabado votando “no” en el Parlamento a la prórroga del estado de alarma, que apoyó en un principio. Me ha venido a la memoria cómo la entonces Alianza Popular propugnó de forma irresponsable la abstención en 1986 en el también irresponsable referéndum sobre la permanencia en la OTAN, cuando eran el partido más fervientemente partidario de la pertenencia de España a la Alianza Atlántica. Posición que, por cierto, le costó el liderazgo popular a Manuel Fraga, a lo que empujó Helmut Kohl.
Despertares cuando la crisis sanitaria ha remitido, pero no se ha ido, y cuando empieza a emerger en toda su desnudez la económica y social. Sería un tiempo para grandes acuerdos nacionales. Pero no. Y la razón no está sólo en la oposición que se ha echado al monte, sino también en un gobierno de difícil coalición que no ha sabido dialogar. Ni siquiera comunicar bien, pese a que se suponía que eran expertos, para explicar sus aciertos, sus errores y sus meteduras de pata. Dialogar es cosa de dos o más. Con todo esto, el país se está llenando, otra vez, de huérfanos políticos, que no sabrían hoy qué papeleta meter en las urnas. En estos tiempos políticos, casi todos lo están haciendo mal cuando los que vienen piden no sólo reconstrucción, sino transformación. Hace años que se saben las reformas políticas, económicas y sociales que necesita este país, algunas de las cuales requieren grandes acuerdos, pero la polarización política las ha impedido una y otra vez.
La única excepción positiva en estos despertares puede ser -aún no es seguro, pero se está orientando mejor de cómo empezó la crisis-, Europa, la Unión Europea, si confirma las propuestas de la Comisión para una política de recuperación basada en una solidaridad bien entendida, en la que ningún país se puede quedar atrás porque acabaría arrastrando el conjunto de un proyecto que ha de avanzar en un mundo que retrocede. En línea con las propuestas españolas que muestran que la política exterior va mejor que la interior. Y posiblemente, gracias a la condicionalidad con la que vendrán los fondos -nadie da o presta dinero a ciegas- la mejor palanca para impulsar algunas de esa reformas que necesita España.
Otro contraste es que, pese a la tensión ya existente entre Washington y Pekín, al principio de esta pandemia Donald Trump ensalzó la manera cómo Xi Jinping había afrontado el brote de coronavirus en Wuhan. En nuestro despertar, la situación se ha deteriorado tanto que ya sí tiene visos de nueva Guerra Fría entre EE UU -con más de 100.000 muertos y 40 millones en paro- y China, a la que los europeos y otros no quieren verse arrastrados. Y eso que todos son ahora más débiles, aunque esto del poder sea algo relativo. Sería lamentable que llegásemos a echar de menos en tantos aspectos el confinamiento. Despertemos.
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