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La dignidad de la argentina Estela de Carlotto

Guido Montoya Carlotto con su abuela, Estela de Carlotto. / Efe

José María Calleja

Aunque el tango diga que veinte años no es nada, lo cierto es que 36 años son una magnitud de tiempo muy parecida a la eternidad. Si a los 36 años normales se le añade el plus dilatador de la espera, el tiempo se estira de manera insoportable. Si, encima, se le suma el factor ansiedad que genera la búsqueda no satisfecha, estamos ya ante un tiempo ciclópeo.

Así ha estado Estela de Carlotto, abuela de la Plaza de Mayo, que vio cómo secuestraban, torturaban y asesinaban a su hija Lara, embarazada, en 1978 y que ahora, 36 años después, ha recuperado a su nieto, al hijo de su hija asesinada. Un nieto que tiene que decidir si se seguirá llamando como hasta ahora, Ignacio Urban, el nombre y el apellido que le han dado los padres con los que ha vivido desde que nació, o se llamará Guido Montoya Carlotto, el nombre y los apellidos de sus padres biológicos.

Hablamos de varias dictaduras militares que entre 1976 y 1983 clausuraron las libertades en Argentina, asesinaron a mansalva y convirtieron la desaparición, el crimen y el lanzamiento de cuerpos al río/mar de la Plata en una actividad industrial bendecida por curas.

Una época en la que a uno le secuestraban hombres de negro en un Ford Falcón negro, símbolo de alerta de todos los miedos para varias generaciones de argentinos. Lo secuestraban, lo torturaban en el chupadero, lo desaparecían y, en el mejor de los casos, después de días, semanas, meses de torturas, devolvían el cadáver a los padres del asesinado.

Hablamos de una época en la que los asesinos contaban con desparpajo que acabaron desmontando las puertas de los aviones en los que se subía drogados a los torturados, para así facilitar la cansina tarea de empujarlos al agua y ahorrarse el rutinario trajín de abrir y cerrar las puertas.

Tiempos, en fin, en los que un general borracho, Leopoldo Fortunato Galtieri, arengaba alcohólico a la nación, acababa lanzando al país a la guerra de las Malvinas y prometía acabar con los británicos en un par de tardes.

Ardor guerrero que se llevó al país por delante, que desapareció a 30.000 personas, que hundió a la Argentina y a los argentinos en la miseria moral de la que aún quedan enormes costurones y miles de heridas sin cerrar.

36 años después, Estela de Carlotto se ha encontrado con su nieto y le ha podido dar ese “amor que me ahoga de tantos años de guardártelo”, como escribió esta mujer ejemplar cuando buscaba a su nieto.

La calidad humana de esta mujer esta por encima de su eterna espera. Después de tanto tiempo tenía el derecho al abandono, el derecho a que su vida no fuera una constante espera, una continua búsqueda, un ansioso aguardar.

Estela de Carlotto ha escudriñado las caras de otros bebés, se ha apostado en las puertas de las inclusas, por ver si llegaba alguien parecido a ella, ha recorrido medio mundo con su grito, ha descubierto que el ADN vencía a los milicos y que con la sangre de una abuela se podía saber si aquel nieto era hijo de su hija.

Uno puede cambiar de estado de ánimo tres veces al año, o tres veces al día, esta mujer ha podido cambiar de estado de ánimo miles de veces en 36 años, pero ha llegado siempre a la misma conclusión: pelear como mejor forma de esperar para encontrar.

Estela de Carlotto, que se define a si misma como “experta en perseverar”, ha tenido a sus 83 años la satisfacción casi inefable de recuperar a su nieto. Al hacerlo ha activado aún más la memoria del país. Su nieto es el 114, faltan todavía muchos, hasta los 400.

No estaría nada mal que aquellos que saben, hablaran. Aquellos que saben, por ejemplo, que su hijo no es suyo, que saben lo que trastearon para poner en manos de torturadores la vida de los hijos de los torturados, que hicieron gestiones para entregarlos a otros padres, hablen. 36 años es tiempo más que suficiente para hablar. Gente como Estela de Carlotto se lo merece.

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