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La fatiga feminista

La manifestación mayoritaria del 8M en Madrid.

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En 8 de marzo del año 2019 sonó mi despertador cuatro horas más tarde de lo habitual. Entonces trabajaba en ‘Hoy por Hoy’, en la Cadena SER, y mi alarma sonaba a las 4 de la mañana, así que simplemente aquel día la alarma sonó a una hora razonable, e incluso humana. Pero yo ya llevaba minutos inquieta en la cama, moviéndome de un lado a otro del colchón, con esa sensación de expectación insomne que precede a los días importantes. En unas horas había quedado en Atocha con varias compañeras. Allí íbamos a leer un manifiesto. Un día antes me había pasado por una mercería para comprar un enorme trozo de tela violeta (siempre he tenido una carencia significativa de ropa violeta en mi armario). Cortamos la tela para formar lazos que prendimos de las solapas de nuestros abrigos. Dibujamos alguna pancarta. Nos juntamos, cantamos, gritamos y reivindicamos durante horas. Fue un gran día. 

Es fácil recordar con nostalgia el espíritu de aquel 8 de marzo prepandémico. En la manifestación del pasado viernes, al contrario, percibí cierto desánimo; no una tristeza explícita, ni mucho menos hartazgo, pero sí un poso de incomodidad, de rabia mal gestionada y, por supuesto, de división. Algunas de mis amigas se preguntaban, de hecho, por algo tan básico como cuál de las dos manifestaciones convocadas a la misma hora en Madrid era “la buena”. 

Es lógico que los momentos insurreccionales amainen y tengan divisiones internas. Creo que hemos entrado en una fase irritante en la que los cambios se están produciendo de un modo más lento y sutil, aún con puntos álgidos como el Caso Rubiales. Y el ansia transformadora no casa bien con la lentitud. Por supuesto gran parte del cansancio está motivado por la fortísima resistencia al feminismo desde muchos sectores. El desafío no solo proviene de amenazas explícitas como el movimiento incel, la plaga de influencers abiertamente misóginos o las leyes regresivas en gobiernos de derecha y ultraderecha, también de quienes enmarcan los derechos de las mujeres en una ecuación de suma cero respecto a los problemas de los hombres. O de quienes simplemente están a por uvas, entregados a luchas endogámicas supuestamente más urgentes (aquí mucha izquierda). 

Y luego está el melón de la generación Z. Los reaccionarios gruñones y resentidos cada vez comienzan a serlo antes, condicionados por un sinfín de referentes machistas en cada rincón de Internet (y por supuesto no solo en Internet, que los referentes comienzan en casa). El empoderamiento femenino se interpreta desde cada vez más temprano como una especie de castración masculina a la que hay que hacer frente con contundencia. El machismo está de moda, da likes, provoca palmadas en la espalda. 

Siempre hay suficientes feministas con la energía para encarar la resistencia, pero la fuerza no puede disipar la realidad que nos rodea. Así que cualquier optimismo se ve atenuado estos días por la agotadora sensación de que tal vez lo mejor ya pasó y no volverá. Pero, en realidad, nada de esto es nuevo. Después de cada ola feminista se produjo exactamente la misma sensación, moldeada a conciencia, de que el feminismo ya lo había cambiado todo, o de que incluso había ido demasiado lejos (tan lejos como para llegar a discriminar a los hombres, si es que eso es posible). ¿Os suena? Para afrontar la situación actual yo a las mujeres solo les diría una cosa: sigamos haciéndolo, aunque más desanimadas, pero sigamos. 

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