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Feijóo tampoco se va a ubicar hoy en el Senado

Alberto Núñez Feijóo, durante una sesión plenaria en el Senado.

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Mi amiga Silvina es hispano argentina y me contaba hace unos días una expresión que echa de menos en el español de nuestro país: “Ser un desubicado”. Le respondí que aquí sí decimos de alguien que “está desubicado”. Pero no es lo mismo, replicó. Y me lo explicó.

Quien está desubicado no sabe dónde está, puede que ocupe un puesto al que no se adapte o tal vez se encuentre fuera de lugar en una fiesta. En cambio, el que es un desubicado lo es por naturaleza: se trata de una persona que no tiene criterio, dice cosas fuera de lugar, hace lo que no debe y, en suma, no acierta nunca, porque no sabe comportarse de acuerdo a las circunstancias. Pensé inmediatamente en Feijóo.

Yo solía verlo como un tipo serio. De hecho, hace algún tiempo me preguntaron en una entrevista quién me podría llegar a gustar de otro partido, y lo nombré a él. ¡Qué decepción! En el año escaso que lleva al frente del Partido Popular no ha hecho más que evidenciar sus carencias, una tras otra. Me temo que no soy la única desengañada, sino que hay muchos incluso entre quienes se plantearon votarle. Quien es un desubicado lo es de nacimiento, y si no existe el gen, al menos hay que entrenar mucho para dejar de serlo. Mucho más de lo que entrena Feijóo, quiero decir.

Hay algo aún más profundo en su desubicación: la naturaleza de los conservadores les lleva a ser renuentes al cambio. Estamos viviendo, como reza el tópico, no una época de cambios sino un cambio de época. La cuestión no es que Feijóo aún no se haya adaptado a la dureza de la política en Madrid. Eso puede servir de justificación benévola para sus creyentes, que haberlos haylos, como las meigas. A un tipo que aspira a presidir el Gobierno de España, y que en dos días habría de participar en los Consejos europeos para defender nuestras posiciones como país, no se le puede conceder un año para hacer una mudanza de Santiago a Madrid. 

Los conservadores están desubicados porque en estos días saber por dónde vienen los problemas y enfrentarse a ellos de forma desprejuiciada resulta indispensable para sobrevivir. Miren a los conservadores británicos: para encontrar su hueco en el magma nacionalista que impregna a la derecha pensaron que lo mejor era convocar el referéndum del Brexit. Ya llevan cinco primeros ministros en seis años y, aunque aún no han conseguido hundir el país, perseveran. Qué decir de los conservadores italianos, la ultraderechista Meloni -aunque ahora esté moderando su discurso- se hizo con todo en las últimas elecciones. 

La verdad es que los conservadores son necesarios en la política: su mirada sobre el mundo desconfía de la naturaleza humana y no tienen fe en el cambio porque cada transformación causa nuevos problemas, que habrá que erradicar cambiando de nuevo ciertos aspectos de la realidad. Prefieren tener fe en el regreso al origen, como describía muy bien Hayek en Camino de servidumbre. El problema es que vivimos tiempos en los que quedarnos como estamos no es una opción, y más bien tiende a haber dos: o se regresa a un estadio anterior y entonces se vuelve uno reaccionario, o se avanza hacia adelante, y entonces se es progresista.

Por eso los conservadores que mejor se adaptan hoy son los que demuestran apertura de miras, y disposición a modificar sus convicciones y dejar de lado sus prejuicios. No me parece casual que una conservadora como Ursula von der Leyen, que al ser alemana sentirá una comprensible alergia por el pasado de su país, hable a menudo como una socialdemócrata. Parece haber comprendido que para conservar casi todo lo que tenemos, hemos de cambiar casi todo lo que hacemos, desde la economía de mercado y las brutales desigualdades que genera hasta el clima, cuyo cambio sólo evitaremos cambiando. Así de intrincada es la cosa.

Para conservar hay que cambiar: esta es la premisa de nuestra época que desubica a la ideología conservadora en un mundo trepidante. Y no entenderlo ni saber gestionar esa transformación es un lastre muy empobrecedor. 

Como líder de la derecha española tiene dificultades añadidas. No hay que olvidar cómo llego a la dirección de su partido: de una forma inesperada, forzado por la presión de Ayuso y de la derecha mediática (si es que son cosas distintas). Cada semana lo zarandean para cobrarse su apuesta. Y su día a día se convierte en un recordatorio de que está hipotecado. Su equipo lo pone a firmar, él solo consigo mismo, un documento para prometer por sí y ante sí no pactar con nadie. Sus barones se sacuden la iniciativa de encima como si fuera un calabobos pasajero. Sus socios de Vox lo ponen en aprietos con las mujeres. Y cuando tira de culturilla general para hablar de guerras de religión, resulta que desconoce la sangrienta historia europea. En el colmo de la desubicación, ha sacado pecho por una manifestación a la que no asistió. ¿No estuvo donde debía? ¿No podía estar donde quería? ¿No quería ir donde se le esperaba? ¿No se le esperaba donde no debía estar? En fin, este martes volverá a buscar su sitio en el debate del Senado. Me temo que no encontrarlo es ya su naturaleza y su destino.

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