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Fraude y discordia civil en Estados Unidos

Vista de los preparativos para la ceremonia de investidura de Joe Biden como presidente de EE.UU., frente al Capitolio, en Washington. EFE/Jim Lo Scalzo
19 de enero de 2021 22:34 h

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“La democracia ha resistido”, ha afirmado Bob Woodward tras el asalto al Capitolio perpetrado por los enardecidos seguidores de Trump el pasado 6 de enero. Pero todo indica que Estados Unidos va a entrar en una prolongada temporada de discordia civil centrada en la legitimidad del resultado electoral. De acuerdo a la CNN, el 99% de los votantes demócratas cree que la elección de Biden fue legítima. Sin embargo, solo el 19% de los republicanos comparte esa apreciación. Y hay algo todavía más preocupante: en ninguno de ambos campos hay apenas “no sabe, no contesta” (son menos del 2%). Tenemos, así, una división prácticamente perfecta, casi una mitad contra otra; y una división además muy firme, ya que cada parte cree a pies juntillas hallarse en posesión de la verdad. 

Una verdad, por si fuera poco, referida no tanto a una opinión más o menos discutible como a un valor moral. El valor supremo, de hecho, en el que se basa la propia autocomprensión de los estadounidenses sobre sí mismos y sobre su lugar en el mundo y en la historia: la democracia. Una acusación de fraude electoral deja incólume el espíritu democrático del denunciante. No se trata de poner en cuestión la voluntad del pueblo, que sigue considerándose sagrada. Se trata precisamente de garantizar que, por encima de tergiversaciones y mentiras, sea esa voluntad la que se imponga. No es política convencional – izquierda contra derecha, palomas contra halcones, nacionalistas contra globales, etc. – lo que está en juego. Es la propia esencia de la democracia la que se ha colocado en el centro del huracán. Las dos partes sienten que representan el verdadero espíritu de la justicia democrática, y que, frente a esa luz, lo que hay del otro lado solo puede ser oscuridad y corrupción. 

Late aquí un factor sobre el que creo que en España no hay demasiada conciencia, y es que Trump lleva mucho tiempo denunciando la existencia de fraude electoral. De hecho, lo hizo incluso en 2016, después de haber ganado él las elecciones. Y no ha parado de denunciarlo durante los cuatro años de su mandato. Así, la cuestión del fraude no configura para él y los suyos – como creo que se tiende a dar por hecho aquí - una suerte de argucia estratégica lanzada para empañar las elecciones en caso de derrota. Se trata de algo más serio: se trata de una creencia genuina. Todo indica que Trump realmente considera que en su país hay fraude. No es que lo utilice, es que lo cree. Y, sobre todo, ocurre que con independencia de lo que él personalmente conjeture, así lo creen sus seguidores. Un escenario mucho más preocupante.

Trump creó en junio de 2017 una “comisión presidencial sobre el fraude electoral”. La lideraba el republicano Kris Kobach. La comisión no llegó a ninguna parte y fue disuelta por el propio Trump en 2018. El historial de Kobach con respecto al fraude roza lo grotesco. Ha afirmado que hay “millones” de votos fraudulentos en Estados Unidos, pero jamás ha podido ofrecer una sola prueba consistente. En Kansas, estado en cuyo gobierno es Consejero de Interior desde el año 2010, aseguró que había un problema “masivo” de fraude electoral. Sin embargo, tras años de exhaustiva investigación, tan solo fue capaz de imponer seis multas. Todas a personas mayores que alegan que sencillamente se equivocaron con las instrucciones del voto por correo. Cuatro de ellas, republicanos blancos. 

Pero, por debajo de lo risible, las denuncias de fraude encierran una carga política evidente. La cuestión se encuentra intrínsecamente ligada a la inmigración, una de las bestias negras del nacionalismo americano (de todo nacionalismo, de hecho). Lo que los republicanos consiguen con sus denuncias de fraude es alimentar la imagen – una imagen de la que ellos se nutren a su vez a la hora de justificar sus postulados ideológicos -  de que inmigrantes que no son ciudadanos logran votar en las elecciones, y que por tanto los extranjeros les están robando la democracia a los “verdaderos” americanos. Ese es el contexto real – un contexto puramente político – en el que se han de interpretar las denuncias de mero fraude “técnico”. Un contexto que, sobra decirlo, encaja perfectamente con la idiosincrasia de la turba que asaltó el Capitolio hace unos días. Esa turba y ese asalto no representan – en absoluto - al partido republicano, pero son la consecuencia extrema y antidemocrática de una postura antiinmigración que tal partido respalda. 

Hoy miércoles 20 de enero asistiremos al más extraño juramento del cargo por parte de un presidente de los Estados Unidos que hayamos visto hasta ahora. Con su gesto de no acudir, Trump le está negando a Biden nada menos que la legitimidad democrática para el cargo. Un gesto meramente simbólico que ahondará la división y que no augura nada bueno, porque en política los símbolos son fundamentales. El nuevo presidente tiene una ardua tarea por delante. Ojalá tenga suerte, la va a necesitar. 

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