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8M: el futuro violeta

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Octavio Salazar

Escribo estas líneas justo cuando el día 7 está a punto de terminar, después de haber compartido una rica conversación con el alumnado de la Facultad de Psicología de Granada sobre El hombre que no deberíamos ser, y con el cosquilleo de quien intuye que la de mañana será una jornada que nunca olvidaremos. Es imposible no sentirse entusiasmado con las miles de imágenes de mujeres – periodistas, académicas, publicistas, limpiadoras, anónimas – que están, como solo ellas saben hacer, tejiendo redes y sumando complicidades para un día que muchas y muchos deseamos que marque un antes y un después. Más allá de los diferentes medidores del éxito de la convocatoria, siempre sesgados y parciales, entiendo que la misma ha sido ya todo un triunfo por varias razones. De una parte, porque ha provocado que el feminismo y sus vindicaciones estén omnipresentes, generen debates públicos y hasta se cuelen en las salas de estar de muchas familias que hasta ahora nunca habían hablado de cuestiones como el acoso o la brecha salarial. De otra, la convocatoria ha obligado a que nos posicionemos, a que se desvele el verdadero rostro de aquellas y aquellos que ahora no han podido seguir ocultando que su compromiso con la igualdad es más que relativo, a que le pongamos la etiqueta – en este caso sí, señora ministra – de machistas a quienes durante un tiempo pretendieron engañarnos con el disfraz de lo políticamente correcto. Simplemente por eso, la huelga es ya todo un éxito, aunque también espero, deseo, que lo sea por mucho más. Entre otras cosas, porque obligue a que la agenda feminista sea tomada en serio y a que la sociedad en su conjunto asuma que una democracia sin igualdad real de mujeres y hombres no merece tal nombre. Y que por tanto dicho objetivo nos interpela a todas y a todos, también a nosotros, durante demasiado tiempo situados en la comodidad de nuestros privilegios y en la complicidad, en ocasiones simplemente por omisión, con la continuidad del patriarcado. Ojalá la huelga sirva, por ejemplo, para revelarnos que mientras que el machismo mira al pasado, el feminismo lo hace siempre hacia el futuro.

Escribo estas líneas también con la agridulce sensación de estar tal vez, una vez más, como hombre, usurpando un espacio público al que tanto todavía hoy le cuesta llegar a las mujeres. Y por ello mi intención no es por supuesto darles lecciones a ellas, ni convertirme en una especie de héroe masculino igualitario, sino más bien de sentirme, hoy más que nunca, sujeto que ha asumir la responsabilidad que me corresponde para terminar de una vez por todas con las injusticias de género y conseguir al fin un nuevo pacto social en el que mujeres y hombres seamos tratados como seres equivalentes. No me corresponderá por lo tanto asumir mañana ningún protagonismo, ni siquiera evidenciar que falto al trabajo, porque de lo que se trata es que todas y todos seamos conscientes de cómo se para el mundo si ellas se paran. Mañana nos toca estar en un discreto segundo plano, lo cual no significa que callemos o nos hagamos los locos. Al contrario, hemos de hacer todo lo posible para que ellas puedan disponer de tiempo y posibilidades para estar en las calles, en las concentraciones y en la lucha. Ellas han de ocupar la voz y el espacio que nosotros todavía en el siglo XXI seguimos ocupando casi en régimen de monopolio. Y no estaría mal que también aprovecháramos una jornada como la de mañana para hacer que nuestros iguales se sintieran como mínimo interpelados por todo lo que está pasando y que ese fuera el punto de partida para acabar con una masculinidad hegemónica que provoca tantas víctimas.

En todo caso, el gran desafío para la sociedad en su conjunto, y muy especialmente para nosotros los hombres, se nos plantea justo al día siguiente de la huelga. En lo que ha de ser la materialización progresiva y urgente del programa de transformación social que reivindica el feminismo y que implica, entre otras muchas cosas, cuestionar quién ejerce y cómo se ejerce el poder. De ahí que las propuestas éticas y emancipadoras que nos lanzarán mañana las mujeres en las calles, y entre las que yo incluso veré a mis abuelas que no pudieron estudiar o a mi sobrina para la que deseo un mundo en el que no tenga que sentir tantos miedos por ser mujer, sean revolucionarias y radicales. Porque de lo que se trata es de arrancar de raíz el orden patriarcal y crear otro mundo muchos más habitable, sostenible y humano. Hecho no a la medida del sujeto masculino sino en función de reconocimiento de las dos mitades de la Humanidad como corresponsables, partícipes ambas del poder y la autoridad, ligadas por la ternura de la interdependencia y no por el látigo de la jerarquía. Una auténtica revolución, insisto, que habrá de llevarnos a superar los binarismos patriarcales, la cultura machista que alimenta monstruos y, en definitiva, unas estructuras de poder – político, económico, cultural – que sobreviven gracias a la subordinación de las mujeres. Solo desde este compromiso, radical porque apunta a las raíces de la desigualdad, será posible el futuro de este planeta.

Atrevámonos pues, todas y todos, y muy especialmente quienes aún seguimos disfrutando de tantos dividendos, a atravesar la puerta violeta a la que canta Rozalén. Descubrirán que, una vez mordida la manzana, a lo Leticia Dolera, es un viaje para el que afortunadamente no hay billete de vuelta.

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