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Un gobierno reaccionario

El presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, junto a Alberto Ruiz-Gallardón. \ EFE

Víctor Alonso Rocafort

Cuando en su comparecencia del pasado 26 de diciembre Rajoy afirmó que él dice sí a la historia común de la nación más antigua de Europa, se aferró a uno de los principales presupuestos del pensamiento reaccionario español. Frente a la consulta en Cataluña, cerrado a cualquier diálogo, el presidente apelaba al exclusivismo de la vieja España. Con ello anticipaba la postura que marcará uno de los grandes conflictos políticos de 2014.

Ramiro de Maeztu, en situaciones de crisis, opinaba que era necesario echar mano de “la Historia frente a la antipatria”. Nada de razonar. El gran forjador del concepto de Hispanidad hacía referencia a un relato muy particular que forma parte esencial del dogma tradicionalista. En esa Historia la unidad de la patria y su misión universal se forjan sobre el catolicismo. En los márgenes, martilleados o expulsados, quedan los herejes, como bien expuso Menéndez Pelayo en su erudita oda a la intolerancia.

Los reaccionarios pueden ser regionalistas –como el propio pensador santanderino, los carlistas o, ya en nuestros días, Manuel Fraga– pero para ellos siempre habrá un pasado común de España, la “espada de Roma”, que se hundirá en la profundidad de los tiempos. Pasarán las épocas, pero ahí estará el caballero católico para garantizar la unión.

Las sucesivas Constituciones del XIX recogerán esta raigambre religiosa de la patria, por no hablar de los Principios del Movimiento Nacional franquista. No sólo la vigencia del actual concordato con la Santa Sede, sino también el nacionalismo español o las últimas reformas del Gobierno, sólo se pueden entender desde el peso que aún tiene esta tradición.

La anticiencia, las críticas a los ilustrados y el odio hacia la filosofía identificaron desde un comienzo al pensamiento reaccionario, habitualmente preocupado en cómo fortalecer la fe frente al pensamiento crítico. Ello se refleja hoy en un Gobierno que, mientras convierte en evaluable la religión católica, devalúa la filosofía y las humanidades. Un Gobierno que asfixia sin ningún miramiento a la ciencia.

El temido índice de errores de Pío IX, donde se cargaba contra el laicismo en la enseñanza pública, el socialismo, el liberalismo y la secularización que este traía, no está tan lejos de este Gobierno tan pendiente de Rouco Varela. Más aún si fijamos nuestra mirada en otros grupos integristas como el Foro Español de la Familia, el Opus Dei o Hazte Oír, imprescindibles todos ellos en la última reforma de la ley del aborto. Un proyecto que representa el triunfo de aquellos reaccionarios del XIX, cuya teología política se empeñaba precisamente en negar la autonomía humana.

Se afirma, sin embargo, que las fuerzas reaccionarias son más fuertes dando la batalla que construyendo. De ahí su gusto por las listas de enemigos, su consideración de la vida como guerra. Para esta estrategia, la reacción siempre ha valorado el papel crucial de una prensa beligerante.

Fijémonos en la decepción que provocó la última 'Misa de las familias' comparada con las masivas manifestaciones de hace unos años en Colón. Necesitan un espíritu de cruzada, la famosa crispación. Esto es lo que busca de nuevo el Gobierno tratando de movilizar a su electorado más duro, arriesgando con ello incluso el fin de ETA.

El modo en que se gobierna también acusa influencias reaccionarias. Así, el decisionismo de Donoso Cortés no resulta ajeno al abuso de los decretos como instrumento excepcional en tiempos de crisis. El rodillo de la mayoría absoluta, a su vez, devalúa aún más la ya de por sí débil institución parlamentaria.

Parece además que quienes disentimos nos hemos convertido para el Gobierno en esa molesta “clase discutidora” donosiana que es preciso ignorar o silenciar. La diferencia con la dictadura defendida por Donoso es que ahora, en lugar de saltarse las leyes que protegen libertades, las cambian, y punto.

Económicamente, para los reaccionarios, poco se puede hacer contra unas desigualdades que ordenan de manera natural el mundo. Se mitigan desde la caridad, sin desordenar las relaciones establecidas. Convencidos de la maldad originaria del ser humano apuestan por la jerarquía y la disciplina, también para el ámbito laboral.

El que un político tenido por conservador como Cánovas del Castillo, religioso y tradicionalista pero moderado dentro del elenco de su tiempo, dijera que al proletariado, “última grada de la escala social”, se le contiene desde “la limosna” y “el uso de la fuerza” nos muestra que hay ideas grabadas a fuego en la derecha de este país.

Con razón se dice que no hemos tenido una derecha conservadora o liberal como sí tuvieron en otros países de Europa occidental. Es cierto, y se nota.

Aquí el falangismo de José Antonio Primo de Rivera se nutrió de los bien asentados moldes de la reacción que sustentó a su padre. Fuera por ello o por el triunfo final de Franco, “Caudillo por la gracia de Dios”, el fascismo español nunca se pudo desquitar del nacionalcatolicismo que lo distinguía de sus referentes europeos. Tras el golpe, la guerra y el genocidio político de la posguerra –hablamos de decenas de miles de ejecutados por motivos políticos entre 1939-1945–, nos gobernaron durante casi cuarenta años bajo palio.

Sin justicia ni pública condena, sus herederos trataron de travestirse durante los ochenta, pero Fraga los delataba tanto como sus apellidos. Gobernaron con ciertos complejos de 1996 a 2000, pero enseguida se los fueron quitando. La oposición al Gobierno de Zapatero encendió la cruzada. Ahora, de nuevo en el poder, la herencia, las presiones más ultras y diversas inercias están haciendo su labor a cara descubierta. Es posible, sin embargo, que con el aborto no hayan calculado bien.

Y no es sólo que algunos barones del partido estén inquietos por sus elecciones. Cómo será la situación que, recordando el varapalo del Concilio Vaticano II al régimen franquista, algunos pensamos que el freno interno importante al conjunto de las políticas reaccionarias en curso puede llegar del Papa Francisco.

Hoy desde el Gobierno no se glosa la Inquisición como entonces, pero se saca pecho ante las concertinas de Melilla, se compran tanquetas con cañones de agua o se indultan torturadores. Hoy no se enorgullecen públicamente de la expulsión de musulmanes y judíos, pero se encierra, se deporta y se excluye a los inmigrantes más pobres. Hoy no se cavan fosas comunes, pero se niegan a abrirlas.

El orden, la familia patriarcal o una idea muy católica de sufrimiento –especialmente aplicable a los más humildes y las mujeres– siguen guiando las acciones de este Gobierno. Mientras, el dogma les paraliza frente a la decadencia de una monarquía cada vez más contestada por la ciudadanía.

La que manda, por tanto, es la derecha reaccionaria de toda la vida, esa es su base.

Eso sí, en esta época de eufemismos la propaganda prescinde del lenguaje hiperbólico que Joseph de Maistre ofreció como primer tono a la reacción europea. Se cuenta asimismo con los ropajes neoliberales propios del Régimen del 78. Se mantiene un frágil Estado de derecho, elecciones libres y una representación plural; sin caudillismo, no hay tampoco rastro de movimientos unitarios ni paramilitares. Son algunas de las diferencias esenciales con el fascismo que, sin embargo y como ya destacara Isaiah Berlin, es hijo de los reaccionarios. Por tanto, cuidado.

Como es habitual en los legados políticos de largo recorrido, no estamos ante el trasplante de un fenómeno pretérito tal cual. Lo que no hace menos real su influencia sobre lo que hoy se está erigiendo. Habrá que ver si la sociedad española moderna –cada vez menos religiosa y más cosmopolita, con varias generaciones que no han conocido la dictadura– es capaz de abandonar su habitual sumisión a la reacción y la oligarquía.

Contamos para ello con otras tradiciones teóricas y políticas en las que inspirarnos, con ese poderoso pasado de los vencidos al que aludía Walter Benjamin. Estas otras tradiciones, de carácter internacionalista, nos animan desde la izquierda a tener el arrojo de inventar.

Carecemos, pues, de miedo a los cambios. Ansiamos desordenar lo injusto, acabar con las medidas e instituciones que nos han hecho más pobres y menos libres. Desarticular el capitalismo, desmilitarizar las fronteras. Gozamos del anhelo de extender la prosperidad de abajo arriba, construyendo democracia a cada paso. Sabemos así lo que queremos y lo que nos distingue de quienes nos gobiernan, lo que para empezar no es poco.

Pero si queremos poner todo ello en marcha, no lo olvidemos, antes hemos de afrontar un paso ineludible. Hay que derrocar a la reacción.

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