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¡Insúltame hasta que sangre!

Pablo Iglesias en la sesión de control en el Congreso el 17 de junio.

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Madame, yo no sé nada: yo soy periodista“

G.K.Chesterton

Hay días en los que en este oficio hay que tener ganas. Hoy tengo ganas. Les avanzo que, como otros muchos, soy periodista casi de nacimiento, y que aún me sorprendo y me deleito y me emociono cuando veo esa palabra escrita bajo mi nombre. Era un sueño que cumplí hace ya más de 30 años y que intento honrar cada día. Por eso vengo llorada de casa, porque empecé a soñar hacer esto cuando los números de Cuadernos para el Diálogo que ojeaba de niña tenían problemas con la censura; cuando mi padre traía los libros de Ruedo Ibérico escondidos en el forro de la maleta desde París y cuando veía a los mayores discutir sobre las lecturas entre líneas que era preciso hacer de lo que se había podido imprimir en un diario. Tuve la fortuna de coger la pluma y el micrófono cuando todo eso era ya sólo historia, pero historia que es memoria porque, como es sabido, el olvido puede llevarte siempre al retorno eterno. 

Más de una vez he escrito que Podemos era un partido que tenía desde sus orígenes problemas en su relación con la prensa -por su forma de concebir nuestro trabajo- y también con el feminismo. Ninguno de los dos ha sido resuelto de una forma que a mí me satisfaga, pero eso es otra historia. Lo que no puedo pasar por alto, aun a sabiendas del linchamiento que sucederá a estas líneas, es la afirmación del vicepresidente del Gobierno sobre la normalidad democrática del insulto. Si a esto le unen que he tenido la fortuna de que su alumna Dina Bousselham me dé una lección de periodismo en las redes sociales, sin ser periodista, y que he constatado que ambos presentan parecido problema respecto a la interpretación de cuál es el papel democrático de la prensa, entenderán que tengo que venir a ello aunque me insulten. 

A mí que me insulten me importa lo justo, o sea, más bien poco. El insulto es externo, ajeno a mí, no altera mi sustancia y, por tanto, no afecta a mis valores o a mi forma de estar en el mundo. Aun así, el insulto es un injusto y cuando se realiza con publicidad salta las barreras de la alteridad y me convierte en un objeto alejado de lo humano para quien así me hostiga. El insulto no puede ser democrático y, de hecho, no lo es. No es mi función democrática recibir insultos y hasta es muy discutible que yo sea una figura pública en el mismo sentido que lo es un político, representante del pueblo, dado que yo no represento a nadie y mi notoriedad sólo se deriva del puro y mero ejercicio de mi actividad profesional, que no puede hacerse desde el anonimato. 

Yo, señor vicepresidente, soy una currela como tantos. Con mi trabajo ayudo a vehicular un derecho constitucional de los ciudadanos y, a la vez, contribuyo a que se forme una opinión pública informada capaz de tomar sus propias decisiones. Es por ese motivo, por ser depositarios de tan graves responsabilidades sociales, por lo que la propia Carta Magna nos dota de instrumentos y protecciones que no disfrutan otras profesiones como son la cláusula de conciencia y el secreto profesional. En esta profesión hay gente muy honesta y crápulas y vendidos, como en todas, pero no son todos los periodistas los que encarnan la grandeza de la tarea democrática que tenemos encomendada, sólo aquellos que se mantienen a la altura. Nuestro papel social supera con creces a la poca importancia que como individuos tenemos cada uno en el río de la historia. Por eso un político democrático debe respeto institucional a lo que representamos. 

La mejor ley de prensa es la que no existe, y lo hemos repetido hasta la saciedad, pero también que nuestra libertad, que corre pareja a la de los ciudadanos como sujetos del derecho a la información, debe tener como límites las leyes y sólo las leyes. Sí, señor vicepresidente, hay quienes se llaman periodistas y cubren de oprobio a la profesión pero también hay instrumentos para ponerles límites. Básicamente el favor o desfavor del público y el derecho civil y el penal. Cuestión diferente es que las leyes y los jueces de este país, a base de interpretar de forma absurda los límites, nos hayan abocado a una situación en la que el honor no existe -¡en el país en el que valía más la honra que los barcos!- y en el que, por tanto, el insulto y la injuria sean tan difíciles de atajar que algunos han llegado a pensar que hay que “normalizarlas”. No, no hay que normalizar lo que no contribuye a un sano debate democrático sino que hay que combatirlo. Ahora que está en el gobierno, por tanto, y dado que es un tema que nos inquieta a todos, quizá sea mejor pensar en cómo mejorar la situación y volver a fijar los límites de un sano debate público. 

No es que no sepa que muchos periodistas se han puesto la camiseta de sus equipos hasta olvidar que a esta cancha no se sale a recibir aplausos sino a sudar cada día por mantener el tipo. Nadie dijo que esto fuera fácil. No lo es. Tampoco se me escapa que siempre ha habido periodistas que no sólo han cumplido su tarea de vigilar al poder sino que la han excedido pretendiendo hacer y deshacer poderes. El Watergate aún embriaga más que la absenta. No ignoro que se ha hecho juego sucio contra usted y su partido. Sobre el caso concreto, escribiré más amplio, porque lo cierto es que no hay ni un personaje de esa tragicomedia que es el Caso Dina que esté limpio de culpa para tirar la primera piedra, ni uno, aunque la gravedad de los fallos no sea equiparable.

La diferencia sustancial estriba en que bastante difícil es mantenerse en las normas de esta profesión -que yo tuve la fortuna de mamar de los mejores- contra las empresas, los poderes económicos, el poder político soterrado, la precariedad o nuestras propias miserias personales, como para consagrar desde el Gobierno la acción del juez de la horca. Cuando un político, que tiene detrás un partido y una militancia, sus seguidores y sus votantes, critica en las redes sociales a un periodista concreto, está señalándolo para que sea pasto de un acoso, a veces perfectamente organizado, y para que le quede claro a sus empleadores a quién molesta y a quién no. Lo puedo explicar con profusión, me lo hacen casi a diario desde un partido de ultraderecha. 

No, un político no puede señalar periodistas, un diputado no puede apuntar con el dedo a periodistas, un vicepresidente del Gobierno no puede librar batallas personales contra periodistas concretos. Eso a ustedes que forman parte de uno o dos poderes no les deja inermes. En primer lugar todos sabemos que podría haberse dirigido personalmente tanto al medio como al periodista para hacerle llegar sus quejas. Si la información ofrecida no es veraz, pueden acogerse al derecho de rectificación establecido por ley. Si se vulnera el derecho a la igualdad de armas electorales, pueden acudir a la Junta Electoral. Acumulan tanto poder que no les es preciso rebajarse a insultar periodistas. Tampoco les interesa. Si los políticos que son y han sido aguantan las críticas chirriando los dientes y con una sonrisa es tanto porque saben que resulta peor medicina el no hacerlo como por la aplicación de firmes convicciones democráticas. Por una cosa o por otra, no nos fustigue, señor vicepresidente, pensemos lo que pensemos, hagamos el periodismo que hagamos, no estamos dispuestos a convertirnos en el saco de arena de nadie. Ninguno. 

Sí, señor vicepresidente, hay periodistas y políticos y hasta jueces que están usando descaradamente sólo una parte de la realidad del Caso Dina para intentar sacarle del Gobierno. Eso es cierto. Tanto como que no debió rozar el fraude procesal una vez que supo, por sus asesores legales, que las filtraciones podían ser internas. Hay que acabar con las cloacas, desde luego, pero no enfangándonos, no sé si me explico.

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