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Más sobre la justicia, la COVID-19 y las restricciones de derechos

Vista de la sala de un juzgado.

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Sin haberlo yo querido, he de volver necesariamente al tema que ya suscité a final de agosto, cuando se estaba produciendo una intensa intervención judicial sobre decisiones de diversas comunidades autónomas restrictivas de derechos fundamentales en relación con la expansión del virus y, paralelamente, una respuesta entre perpleja y airada de los poderes públicos afectados, a la que se ha sumado, a su vez –todo legítimamente, claro está– la dada por otros sujetos.

Respuesta, como digo, de un lado, perpleja, pues no parece tenerse aún asimilado el papel de la jurisdicción en el control de las decisiones de los diversos poderes ejecutivos ni analizado adecuadamente el contenido de, al menos, alguna de las resoluciones judiciales. De otro lado, airada, en el tono, la forma y el fondo, con reproches y aspavientos innecesarios e injustos respecto de la supuesta responsabilidad de la justicia en la propagación del virus y en el freno a medidas que podrían ser eficaces para su evitación.

Partiendo siempre de una evidencia legal que nadie ha negado y que los hechos y actuaciones de los Gobiernos confirman, cual es la de que, dicho brevemente, cualquier medida que se considere urgente y necesaria para la salud pública que implique limitación o restricción de derechos fundamentales ha de ser autorizada o ratificada judicialmente por la Sala de lo Contencioso–Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de la comunidad autónoma de que se trate.

Y digo que esa es la evidencia ya que, si estoy hablando de esto es porque la justicia se ha pronunciado respondiendo a la petición de varios gobiernos autonómicos que han tomado o pretendido tomar medidas de tal naturaleza, de donde se desprende que eran conscientes de su carácter limitativo o restrictivo de tales derechos constitucionales fundamentales.

Hasta aquí, no creo que haya mucha discrepancia. El debate –siempre sano e imprescindible– surge cuando la justicia responde negando la autorización o ratificación solicitada. Ah, es entonces cuando aparecen la perplejidad y el enfado a los que antes me refería. Lo que, a su vez, me sume a mí en la estupefacción más absoluta, ya que no puede entenderse que se pretenda que la respuesta judicial haya de ser siempre la que el Gobierno de turno espera ni que la justicia sea acrítica en la importante ponderación jurídica que ha de realizar.

Como no he leído, por falta de tiempo, todas las decisiones judiciales recientes relativas a esta cuestión, me voy a referir exclusivamente al auto de la Sala de lo Contencioso del Tribunal Superior de Justicia del País Vasco del pasado 22 de octubre, que resolvió “no autorizar” la medida consistente en que “la participación en cualquier agrupación o reunión se limitará a  un número máximo de 6 personas, tenga lugar tanto en espacios públicos como privados, excepto en el caso de las personas convivientes”, entendiendo el tribunal que, tratándose de una restrictiva del derecho fundamental de reunión –lo que considero no está en cuestión, pues de lo contrario no se habría solicitado tal autorización– ninguna norma hoy vigente da cobertura para tal limitación. Yo, personalmente, con independencia del acierto o desacierto del criterio seguido –lo que no valoro–, agradezco profundamente el análisis que de la cuestión se ha hecho desde la perspectiva de la protección del derecho fundamental y la colocación de un alto listón para poder limitarlo o restringirlo, sin hacer un seguidismo ciego de las decisiones políticas.

Y, siendo cierto que otros tribunales han entendido lo contrario por considerar que existe norma de cobertura para tal limitación –la Ley Orgánica 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública, en el caso–, no es esta la cuestión que hoy quiero subrayar, pues se trata de una discrepancia de interpretación jurídica que no puedo resolver.

Lo que, como digo, me deja estupefacta, pero sobre todo, muy preocupada, es la reacción derivada de la decisión de este tribunal. El Gobierno vasco, por boca de varios de sus miembros y asesores, se lamenta de que la justicia no haya considerado que la medida fuera “necesaria” dada la situación epidémica o alega que “esta limitación no es una medida arbitraria” o argumenta que es necesario “contar con un margen de maniobra que no nos retrase y limite desde el punto de vista jurídico cada paso”.

Puedo suscribir todas estas opiniones, pero no puedo admitir que ello suponga reproche a la resolución judicial comentada. Todas estas afirmaciones deben ser adecuadamente rebatidas, una por una, en el sentido dado por quienes las han expresado: de un lado, porque en modo alguno el tribunal indica que la medida en cuestión no sea necesaria o no vaya a ser eficaz o no esté justificada en el contexto actual; de otro, porque el hecho de que la medida no sea arbitraria no supone que cuente con el soporte normativo imprescindible –ya digo que en este extremo hay discrepancias interpretativas– y, finalmente, porque el propio Gobierno vasco es consciente de la necesidad de un marco normativo distinto, como lo demuestra la petición de declaración del estado de alarma que hizo el lehendakari el pasado viernes.

Y no deja, en este sentido, de ser muy revelador el que el Gobierno de Navarra, por ejemplo, que ha visto ratificadas judicialmente sus decisiones limitativas de derechos fundamentales –léase confinamiento perimetral de la comunidad foral–, también haya solicitado tal declaración al Gobierno central.

Comprendo también la perplejidad de la ciudadanía ante decisiones judiciales dispares, pero conviene recordar que, como se viene poniendo de relieve desde muchos comentarios, el Gobierno español y el Parlamento tenían y tienen una enorme responsabilidad en adecuar la legislación vigente para posibilitar la adopción de medidas como la que comento sin necesidad de declarar el estado de alarma, si así lo consideran. Responsabilidad a la que no han hecho frente en ningún momento, pese al compromiso en sede parlamentaria en tal sentido, según recuerdo, del Presidente Sánchez en la pasada primavera.

Podría referirme a otros comentarios “no oficiales”, procedentes de otras personas, algunos muy dolorosos e injustos y, seguramente, precipitados. Hoy mismo –domingo 25 de octubre– leo una entrevista con el gran magistrado emérito del TS José Antonio Martín Pallín en el periódico diario Noticias de Gipuzkoa en la que afirma que le “parece hasta peligroso cómo unos jueces, so pretexto de que se violan los derechos fundamentales, se han metido a médicos y epidemiólogos”, comentario que entiendo que ha realizado sin haber leído el auto del TSJ del País Vasco, pues, como he dicho más arriba, su argumentación es exclusivamente jurídica, sin contener ninguna valoración distinta.

Y cómo calificar –no tengo palabras o, más bien, las que tengo no las quiero utilizar por respeto a mí misma– las afirmaciones de un conocido periodista vasco en su cuenta de Twitter –no mencionaré su nombre por respeto a él, porque entiendo mejor que esto no se divulgue demasiado, para evitar un ¿merecido? desdoro– calificando, al hilo de la resolución comentada, a juezas y jueces de “sociópatas con toga”, esto es –esto lo añado yo –, como personas con, en palabras del DRAE, un trastorno de la personalidad caracterizado por comportamientos antisociales, o calificando igualmente a juezas y jueces de “señoritos” –en masculino también, como el comentario de Martín Pallín– a los que el elevado número de contagios “se la refanfinfla”.

Conviene, en mi humilde consideración, en tiempos de duda, miedo y tribulación, como los que vivimos, contribuir a la calma, a la mesura, al debate sosegado y a la comprensión de las distintas posiciones –políticas, jurídicas, sociales..–, sin olvidar jamás que sin tribunales de justicia no hay derechos ni libertades ni –añadiría– salud personal ni colectiva. Olvidar esto será nuestra perdición; fomentar este olvido será una irresponsabilidad mayúscula.

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