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La justicia es igual para todos 2: el despertar de la ética

El rey Felipe VI.

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La saga continúa. En 2011 el rey Juan Carlos I presentó en la premier de Nochebuena una ambiciosa superproducción: “La Justicia es igual para todos”. Tenía que ser 2020 el año del estreno de su secuela, con idéntica fanfarria y agotadora promoción: “Los principios éticos están por encima de las consideraciones familiares”. La pregunta que ahora se plantea es la de siempre ante una secuela: ¿funcionará igual en taquilla?

De momento, el éxito de audiencia ya lo ha conseguido. Ha sido el mensaje navideño visto por más gente en la historia, aunque en share se haya quedado a veinte puntos de los espectadores congregados durante los noventa y diez por debajo de las audiencias marcadas a principios de siglo; en un año donde no había otra cosa que hacer. Han visto la secuela pero han pasado diez años, el público ha cambiado y el mundo ya no se parece mucho a aquel que era; la verdadera duda reside en saber si se la han creído.

Los fans de la monarquía estaban esperando precisamente esto: una nueva entrega sin genialidades, fiel al original, sin novedades ni tentaciones artísticas o renovadoras, a la que poder aplaudir con entusiasmo desde la convicción de que la tradición y las instituciones únicamente aseguran su supervivencia a base de repeticiones, pretendiendo que realmente se puede cambiar todo para que todo siga igual.

Pero una parte de quienes aplaudieron en su día la primera entrega han envejecido y madurado. Puede que ya no estén ni para remakes, ni para secuelas, ni para muchas lecciones de ética después de padecer una Gran Recesión y una pandemia. La ética no se predica, se practica. Perorar sobre el sufrimiento de los demás es barato, igual que hablar; pero, antes o después, el truco canta y deja de funcionar. Hace diez años, la promesa era hacer justicia, que por lo menos se puede tocar, ver y cumplir. Ahora se queda en ser buenos, como en las cartas a los Reyes Magos.

Los críticos de la saga ya no tienen solo un puñado de sospechas sobre la corte real y sus negocios como entonces. Ahora tienen una cadera real rota, unas disculpas con propósito de enmienda, una condena penal para el plebeyo de la familia, una abdicación, un comunicado de la Casa Real reconociendo que sabía desde un año antes los negocios peligrosos del emérito, un exilio encubierto, tres investigaciones penales, una regularización fiscal y un entramado de sociedades que no deja de crecer como la mala hierba.

Semejante sucesión de catástrofes no se puede despachar con una línea en una escena menor, al final de la película y como si se hablase de algo que hubieran perpetrado unos marcianos con quienes, lamentablemente, coincidimos una vez en un bautizo. Ya no se trata solo de que no guste la secuela; además cabrea.

Diez años después, la buena noticia es que han podido estrenar con la promoción habitual. La mala noticia es que la monarquía ha vuelto exactamente donde estaba entonces y no se les ha ocurrido nada mejor que hacer una secuela. Todos los problemas, sospechas, desafíos y dilemas que llevaron a Juan Carlos I a estrenar la primera entrega de “La Justicia es igual para todos” continúan ahí, intactos, con el agravante de que ha pasado una década y muchas de las cosas que se podían intentar entonces para evitar el desastre ya se han implementado y, o no han funcionado, o han alimentado aún más el incendio que se acerca a Zarzuela.

Ni siquiera es el peor de los problemas. La primera entrega funcionó porque su autor conservaba aún mucho del capital generado por aquella caudalosa fuente de legitimidad que llamábamos “juancarlismo”. Hoy esa fuente que parecía inagotable se ha secado y el autor de la secuela no ha llegado a tener, ni a acercarse siquiera, la autoridad que poseía su padre, incluso entre quienes no soportan la saga. Felipe VI nunca será una superestrella como lo fue su padre y las sagas taquilleras no funcionan igual sin ellas.

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