Mestizaje
Sigue coleando el debate sobre la conquista de América, y observo un empeño por atribuirle una virtud que la distinguiría de otros procesos colonizadores: el mestizaje. “Nosotros nos mezclamos, a diferencia de los ingleses en Norteamérica”, claman con orgullo los defensores a ultranza del 'modelo español'. Alegan que la mezcla étnica era promovida por la propia Corona y citan como prueba la cédula real de 1514 que permitió a “españoles casarse con indias y a españolas con indios”. A esta corriente se suman con frecuencia intelectuales pretendidamente equidistantes entre la leyenda negra y la leyenda rosa, que exaltan el mestizaje por su resultado –una maravillosa explosión racial y cultural, ahí estamos de acuerdo- sin entrar en consideraciones incómodas sobre la forma en que se llevó a cabo.
El mestizaje en América no fue una historia de amor. Fue por encima de todo el resultado de violaciones y de relaciones extraconyugales basadas en el poder indiscutido del conquistador, en las que la nativa era entregada por su padre o se ofrecía de modo voluntario –si es que se puede hablar de voluntad en esas circunstancias- a cambio de alguna forma de beneficio o protección. Si la Corona permitió tempranamente el matrimonio de españoles con indígenas, no fue porque creyera en las virtudes del mestizaje, sino por la necesidad de 'ordenar' la implantación de la religión católica y la hispanidad en un escenario de instintos desatados sin apenas mujeres españolas, que entonces no llegaban ni al 1% de los peninsulares desplazados a tierras americanas y que bien entrado el siglo XVII apenas representaban el 15%. En cualquier caso, la iniciativa del rey Fernando resultó un fracaso: un siglo después de la autorización de los matrimonios mixtos, el prestigioso jurista Solórzano de Pereira, oidor de la Real Audiencia de Lima, anotaba: “Los mestizos son bastardos (…). Lo más ordinario es que nacen de adulterio o de otros ilícitos y punibles ayuntamientos, porque pocos españoles de honra hay que se casan con indias o negras”. Los matrimonios, o uniones de cualquier tipo, de españolas con indios eran mucho más excepcionales, pues la que osaba dar ese paso era objeto de oprobio y excluida sin contemplaciones de su círculo social.
Si tomamos la unión conyugal como indicador de la voluntad por solemnizar socialmente el mestizaje, el resultado es más que decepcionante. Los datos de parroquias revelan que, en el siglo XVIII, cuando se había normalizado la presencia de la mujer peninsular en América, la tasa de endogamia de los matrimonios de españoles era del 90% (lo que no significa que desaparecieran las relaciones extramaritales con nativas). Salvo en casos de matrimonios de conveniencia, casarse con una indígena representaba socialmente una degradación. En 1778, la Corona extendió a sus colonias la pragmática real sobre matrimonios, aprobada dos años antes en España para salvaguardar la “calidad” de la nobleza, especificando en el nuevo escenario la inconveniencia de las uniones con gentes de “sangre mezclada”.
Quizá la mejor prueba de que el mestizaje no fue el ideal excelso que muchos quieren ver en el proceso de colonización la constituye el tratamiento social y legal que recibían los mestizos. La inmensa mayoría eran “bastardos” que vivían en la marginalidad. “Pocos ha habido en el Perú que se hayan casado con indias para legitimar los hijos naturales y que ellos heredasen”, observó en sus Comentarios Reales el célebre humanista del siglo XVI Inca Garcilaso, hijo de un capitán español y una princesa inca. Él mismo fue un hijo ilegítimo -su padre optó por casarse con una española-, aunque tuvo el privilegio de recibir una educación exquisita y vivió la mayor parte de su vida en Córdoba junto a sus tíos paternos. Una cédula de 1576 prohibía a los mestizos ejercer como escribanos y notarios; otra, de 1678, les impedía acceder a las “facultades mayores”, y así. Es cierto que, con el paso del tiempo, la propia dinámica y las debilidades del engranaje productivo colonial abrieron resquicios para la integración de muchos mestizos, pero no por ello dejaron de ser considerados una clase inferior, como lo evidencian las descripciones vejatorias que hacen de ellos numerosas crónicas de la época. El sistema racista y clasista de castas diseñado en América, inspirado en la vieja doctrina de la pureza de sangre, arraigó con tal fuerza que sigue de algún modo presente en las sociedades latinoamericanas de hoy, donde las tonalidades de la pigmentación de la piel juegan un importante papel selectivo en la vida cotidiana.
No sé si cabe hablar de conquistas mejores o peores, o si todas son equiparables en brutalidad, como sugería la profesora Selena Millares en un reciente artículo en El País al inscribir la “crueldad” de la conquista de América en “la crueldad de todas las conquistas y de todos los imperios de todos los tiempos”. El emperador persa Ciro, el gran conquistador del siglo VI a. de C., tenía por política respetar las costumbres y religiones en los territorios que sometía. Acabó con la dinastía de Nabucodonosor, quien promovía las “mezclas” –cabe imaginar en qué condiciones- con las poblaciones subyugadas y les imponía sus dioses. Los judíos, que fueron súbditos de ambos reyes durante el largo exilio babilonio, prefirieron a Ciro, a quien siguen honrando hasta hoy en sus tradiciones. Cada pueblo juzga la historia por su experiencia. Por lo visto, los descendientes de los indígenas americanos –los del sur y los del norte- se niegan a celebrar lo que sucedió tras la llegada de los españoles y los ingleses. Algo similar ocurre con los descendientes de los esclavos negros. Sobre lo que piensan al respecto los mestizos, mulatos y zambos carezco de información. Una de las pocas cosas que tengo claras es que el “mestizaje” no fue una virtud de la conquista de la que quepa enorgullecerse, sino un fenómeno por lo general violento que ocurrió. De aquel proceso surgió una potente comunidad cultural y lingüística que deberíamos cultivar con esmero en vez de dinamitar con delirios imperiales. Pero eso es otro tema.
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