No podemos permitir que Trump capture Europa
Cuando Estados Unidos te pone en la diana conviene tomárselo muy en serio. Esa es la conclusión más evidente que los demócratas europeos —y también los latinoamericanos— podemos extraer tras leer la reciente Estrategia de Seguridad Nacional publicada por el gobierno de Donald Trump. El documento, conciso y nítido, combina continuidades y rupturas con las estrategias anteriores de política exterior estadounidense. Y aunque su contenido no sorprende —ya estaba adelantado por los discursos y prácticas del gobierno republicano— cometeríamos un error si lo despacháramos a la ligera.
Lo primero que podemos decir es que la continuidad más clara se sitúa en su aproximación geopolítica: la administración Trump culmina el giro iniciado por Obama, quien fue el primero en desplazar claramente la atención de Estados Unidos desde Oriente Medio hacia Asia. En efecto, la Estrategia sigue identificando a China como su principal adversario y a Asia como el principal campo de batalla geopolítico y económico del próximo siglo.
Sin embargo, Trump denuncia el modo en que los gobiernos anteriores habían encarado el desafío chino. Mientras Obama intentó contener a Pekín mediante acuerdos multilaterales de libre comercio —como el TPP, diseñado explícitamente para excluir a China—, Trump considera esas vías una pérdida de tiempo: el republicano busca los mismos objetivos, pero sustituyendo la arquitectura multilateral por una diplomacia comercial bilateral, más dura y asimétrica.
El temor estadounidense frente a China es simultáneamente económico y militar, y en esta nueva era ambas dimensiones se entrelazan. El actual gobierno estadounidense ha constatado que China ha maniobrado para aprovecharse de las reglas de libre comercio impulsadas por los gobiernos anteriores y las instituciones multilaterales internacionales. En efecto, China no siguió el camino de Rusia sino que se incorporó a la economía-mundo capitalista reteniendo al mismo tiempo un considerable papel del Estado y de la planificación centralizada, lo que le ha permitido industrializarse y llegar a ser competitivo a nivel mundial en sectores de alta tecnología -y no solo en juguetes o productos de bajo valor añadido-. Para la Estrategia, este éxito refleja un error fundamental de quienes asumieron que la apertura comercial conduciría inevitablemente a la democratización y a reformas económicas de estilo occidental. La ruptura de Trump con las doctrinas exteriores anteriores nace de esta constatación -que, por otra parte, es correcta-.
Desde finales del siglo XIX Estados Unidos comenzó a presentarse como defensor internacional del libre comercio, aun cuando su propio desarrollo seguía apoyándose en elevados aranceles y políticas proteccionistas. Paradójicamente, la llamada Política de Puertas Abiertas nació del intento de Washington de preservar su acceso al enorme mercado chino frente a las ambiciones coloniales europeas. A diferencia de otros imperios —como el británico, el francés o el alemán— que por entonces se repartían África y Asia mediante conquistas territoriales, Estados Unidos apostó por otra vía: presionar para que el libre comercio se convirtiera en la norma que garantizara su expansión económica. Desde esa óptica, no era necesario invadir países para asegurar la entrada de los productos estadounidenses en nuevos mercados: bastaba con imponer reglas comerciales abiertas para que sus manufacturas —más baratas y competitivas— se impusieran por sí solas. Era, en el fondo, una adaptación estadounidense de una estrategia ya ensayada por el Reino Unido y conocida, con razón, como “imperialismo de libre comercio”.
Ese modelo tenía una ventaja: ampliaba los mercados exteriores que alimentaban el crecimiento nacional. Pero también encerraba un riesgo estratégico: incorporar países a la economía mundial implica, tarde o temprano, que algunos desarrollen su propia capacidad industrial. Mientras esa integración adopte la forma de dependencia periférica, al estilo de las viejas colonias, no hay amenaza; pero cuando los Estados logran impulsar industrias propias mediante políticas neomercantilistas, el equilibrio se altera. De hecho, así crecieron Alemania y EEUU bajo la hegemonía británica a finales del siglo XIX. Y así ha crecido China bajo la hegemonía estadounidense.
De este modo, el libre comercio es la receta ideal para la potencia tecnológica dominante. Para el resto de los países —sobre todo los más atrasados— suele ser una apuesta más incierta. Y ahora que China es competitiva en casi todo el espectro productivo, desde bienes baratos a paneles solares o vehículos eléctricos, el guion se ha invertido: Pekín defiende el libre comercio y Washington exige proteccionismo con el que respaldar su supremacía.
El resto de la Estrategia deriva de este cambio tan importante: China es militarmente más poderosa porque dedica una parte cada vez más grande de su creciente riqueza a invertir en gasto militar. Eso significa que la amenaza militar china es resultado del orden económico liberal que le permitió ascender hasta desafiar a Estados Unidos —lo que Trump considera un error histórico—. Ahora bien, contener a China y frenar su expansión global condiciona también la relación estadounidense con América Latina y Europa. De hecho, la revitalización y actualización de la Doctrina Monroe busca mantener a China fuera del hemisferio occidental: neutralizar aliados de Pekín —como Venezuela— y establecer reglas asimétricas que prioricen a las empresas estadounidenses frente a las chinas, tanto en Europa como en Latinoamérica -pero también en África-.
En Europa, el desafío es todavía mayor. Washington presiona a la Unión Europea y a sus Estados miembros para cerrar el paso a las empresas chinas, relegando a Europa al papel de satélite económico de los intereses estadounidenses. Pero la cosmovisión económica de Trump se combina también con un nacionalismo étnico que sirve de plataforma para criminalizar inmigrantes, minorías y a la izquierda política. En un cóctel previsible pero peligroso, el gobierno estadounidense invoca la baja natalidad “nativa”, una supuesta invasión migratoria, la erosión de los valores tradicionales, la defensa de una clase trabajadora “auténtica” —léase: blanca— y otros elementos del imaginario ultrarreaccionario. Un cóctel viejo, sí; pero hoy más inflamable que nunca.
Una aparente paradoja del documento de Estrategia es que explícitamente reconoce que Estados Unidos debe aspirar a tener buenas y pacíficas relaciones comerciales con otros países del mundo sin pretender imponerles cambios sociales -como la democracia-. Aquí se refiere, presumiblemente, a países como China o Rusia, pero también otros en Oriente Medio. Esa precaución diplomática entre distintos, sin embargo, desaparece cuando se habla de Europa. Aquí la injerencia es explícita: se defiende el apoyo a los «partidos patrióticos» -léase: ultraderecha- cuyo proyecto se alinea con los intereses de Estados Unidos. Este punto es crítico, porque sus consecuencias prácticas son incalculables: solo podemos imaginar, con terror, lo que significaría el apoyo con miles de millones de dólares a las plataformas y medios de ultraderecha en cada país europeo. Algo que habría que sumar al papel que ya están jugando -en esa misma dirección- las redes sociales de los tecno oligarcas amigos de Trump.
Tanto Trump como sus tecno oligarcas saldrían ganando con una Europa más dividida y fragmentada. El relato de la Estrategia, y que Elon Musk expresa con aún más claridad en su red social, es que la Unión Europea debería desaparecer para que solo quedaran los Estados-Nación. Esta idea, que se apoya discursivamente en aspectos ciertos -como la escasa legitimidad democrática de algunas instituciones supranacionales-, en realidad lo que pretende es conseguir una mejor capacidad de negociación para los intereses estadounidenses. Como Musk ha comprobado con sus negocios, es mucho más difícil doblegar a una entidad supranacional que a los Estados por separado. También a Estados Unidos como país le resulta más sencillo presionar y chantajear a Países Bajos o a cualquier país miembro para que ceda a sus intereses tecnológicos, obligándole a boicotear a empresas chinas, que hacerlo con una institución que representa a 27 países. La vulnerabilidad actual de la Unión Europea es precisamente que carece de un proyecto sólido y autónomo, pero su implosión sería la garantía absoluta de que los países europeos se convertirían en meros títeres de la estrategia estadounidense.
En suma, Europa y América Latina no pueden seguir actuando como peones en un tablero que otros diseñan. Si algo demuestra la Estrategia de Seguridad Nacional de Trump es que Estados Unidos ya no se molesta en disimular su objetivo: preservar su hegemonía a costa de la autonomía de los demás. Ante este proyecto abiertamente neomercantilista y etnonacionalista, nuestra respuesta no puede ser la obediencia ni el seguidismo, sino la construcción de un espacio político soberano, democrático y capaz de negociar desde esa situación. En tiempos excepcionales -y este lo es- hacen falta medidas excepcionales. Porque cuando la potencia dominante vuelve a hablar directamente de órbitas naturales de influencia, quienes no levanten la voz corren el riesgo de descubrir demasiado tarde que ya han sido malvendidos y asignados a un nuevo señor de la guerra.
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