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Perdón, Itziar

Pancarta de la manifestación del 7N. / Marta Borraz

Raquel Ejerique

Cuando conocemos un caso de violencia de género, una de las primeras cosas que se señala, como prueba del pañuelo, es si había o no denuncia previa. Si la mujer nunca denunció se establece que debió hacerlo, que debió encontrar la fuerza y las agallas, que así no había manera de protegerla. Otras veces el Estado las protegió y las ayudó a quitarles la piedra del cuello y salir del fondo del mar.

Y en otras ocasiones ocurre que sí se denunció, como el caso de Itziar, madre de dos niñas que han sido asesinadas en Castellón, pero no todos los actores del sistema de protección la creyeron. Cómo iba a ser una mujer amenazada si vivía en la misma calle que el exmarido y si no fue siquiera capaz de definir ante la jueza qué era lo que le producía miedo. Qué tipo de terror es ese en el que en vez de alejarte te quedas merodeando y no sabes siquiera describirlo.

Sin saberlo y desdeñándolo, esa jueza ha dado justamente con el mecanismo que rodea la violencia de género, a cuyas víctimas se exige demasiadas veces comportamientos coherentes y definidos, y se las culpa si vuelven con él, no denuncian, retiran la demanda o se quedan a vivir secuestradas en esa 'casa tomada'.

Se les exige ser coherentes ante un mal que no lo es: el poder violento lo ejerce quien debería cuidarte y quererte. No es coherente que siempre haya una tensión pegajosa indescriptible en el ambiente, que no haya un día de paz porque se ha apropiado de la paz la incertidumbre. Es el terror psicológico pudriendo el aire sin necesidad de un golpe: puede ser solo el sonido de la llave en la puerta, y a partir de ahí puede haber risas o sadismo, amor o llanto. Tampoco es coherente que una mirada de ira pueda doler tanto como 20 puños. O, si él cambia de humor, que haya que reírse a carcajadas y quererse mucho acto seguido, una montaña rusa donde la mujer tiene poco o ningún control.

O que se cambien rutinas tontas para no enfadarlo, hacerle la pelota para que no se enerve o volverse transparente. O pasar el día autodebatiendo si eres la peor de las putas o la más desgraciada de las víctimas. Todo ello ocurre porque el maltrato no es lineal y constante, sino poliédrico e incomprensible. Y a veces, como le pasó a Itziar, no se puede explicar con palabras creíbles ni datos numéricos. Sería un paso adelante dejar de buscar comportamientos coherentes de manual en aquellas personas que sufren.

En ese vaivén de emociones cambiantes, que van del amor al thriller, desperdician miles de mujeres e hijos sus años y energía. Habría que tomar en cuenta lo difícil que es pulsar el botón del pánico en esa centrifugadora de culpas, amor y terror que conviven imbricados en una coda infinita.

A Itziar, en un punto del proceso, la tomaron por exagerada e incoherente. Ella misma desistió a mitad de camino. Los vecinos aún escuchan sus gritos al llegar a la casa de Castellón donde su expareja ha asesinado a sus dos hijas. No hay palabra tan arrepentida y profunda que pueda pedirle perdón por no creerla, por no ayudarla, por dejarla sola. Pero hay que pedirle muchas veces perdón aunque no sirva, porque esos gritos son la consecuencia de un silencio y un vacío previo que hoy, después del crimen, se antoja incomprensible.

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