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La sagrada misión de Elon

EFE/EPA/ALEXANDER BECHER

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Elon Musk es un hombre hecho a sí mismo, no como los pobres, que nadie sabe quién los hizo. Está por encima del dinero, porque él no es un vulgar millonario, sino un visionario, un idealista, un iluminado. Donde los demás ven un miércoles cualquiera, él ve 24 horas de posibilidades para transformar el mundo.

Ni él sabe por qué el destino lo eligió para una tarea tan colosal. Asume con humildad que no es el primero; antes estuvieron Buda, Jesús de Nazaret, Galileo, Einstein y Edison. Tipos más o menos ingeniosos que destacaron como luminarias en un desierto de vulgaridad intelectual no muy distinto del actual.

Desde muy joven, Elon sabe que el universo le ha encomendado una misión: esculpir la humanidad a su antojo. No es algo que pueda hacerse de la noche a la mañana, ni siquiera con su voluntad sobrehumana. Hasta el momento ha reinventado los pagos por internet, los viajes espaciales y el transporte por carretera, pero su gran aportación, la que lo cambiará todo, está aún por llegar. Hace solo unos meses que comprendió cuál sería.

Elon ha decidido reimaginar la libertad de expresión. A diferencia de la mayoría, sabe que no hay unas ideas respetables y otras que no lo son. Desprecia la corrección política porque nada relevante puede surgir de lo correcto. ¿Acaso habría destacado Jesucristo si se hubiese limitado a decir lo que otros esperaban que dijese?

Sabe que la historia no la escribe el buen rollo, sino la despiadada confrontación de ideas. Y para que eso pueda tener lugar, se necesita un campo de batalla, un espacio libre de normativa mojigata. Es obvio que los medios de comunicación han renunciado a ese papel, y las plazas públicas, antaño hervidero intelectual, son ahora meros soportes de terrazas y columpios.

Elon está decidido. Construirá el gran foro del siglo XXI y lo vigilará desde las alturas. Porque el poder no lo da el dinero, ni la influencia, ni el relato. El poder lo dan las ideas. Y él se las ha comprado todas.

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