Si el PSOE pactó con Podemos, ¿por qué el PP no puede pactar con Vox?
No sé ustedes, pero en los últimos días estoy escuchando en círculos conservadores, y en algunos presumiblemente progresistas, un argumento que en teoría legitimaría los pactos que ya ha comenzado a firmar el Partido Popular con Vox en diversas autonomías y municipios y que se podrían extender al mismísimo gobierno central tras las elecciones del 23J. Dicho argumento es muy simple: consiste en preguntar retóricamente por qué ha podido el PSOE gobernar en coalición con Unidas Podemos, mientras que a los populares se les demoniza por pretender gobernar con la formación de Abascal.
El objetivo de quienes formulan el interrogante es obvio: reivindicar, mediante el establecimiento de una suerte de equidistancia, el derecho del PP de pactar con la extrema derecha del mismo modo que los socialistas han pactado con la extrema izquierda. Ustedes lo han hecho, ahora nos toca a nosotros. Esa es la democracia, ¿no? Dejaos por tanto de escándalos, y santas pascuas. Para reforzar más el argumento a su favor, añaden que el Gobierno de Sánchez ha contado además con el apoyo de separatistas y “filoetarras”.
Pues no. Aquí no valen las equidistancias, por mucho que algunos pretendan, incluso sinceramente, establecerlas. No vale decir con aire pontificio que “todos los extremos son malos” y que lo ideal sería que los viejos partidos lograsen una fórmula para apartarlos de las instituciones aunque “lamentablemente” ello no sea hoy posible en nuestro polarizado país. Cuánto hastío producen esos analistas ‘de Estado’, siempre tan correctos, siempre tan ecuánimes, siempre tan ponderados de juicio.
Por más que Podemos moleste a muchos –incluso dentro de las filas socialistas-, los desafíos que plantea Vox son de otra índole y requieren una reflexión diferenciada. El reto más inquietante al que se enfrenta hoy no solo España, sino toda Europa, no es la izquierda radical, cuyos postulados actuales no distan mucho de los que mantenía tres décadas atrás la vieja socialdemocracia hoy boqueante, sino el ascenso de la extrema derecha, parte de ella de abierta inspiración fascista y parte discípula de los planteamientos teóricos de Alain de Benoist, fundador de la Nouvelle Droite, una corriente de pensamiento neofascista surgida a finales de los años 60 que propugna algo parecido a un posfascismo de ‘rostro amable’ que vaya tomando posiciones en las instituciones mediante la aceptación formal de la reglas del juego democrático.
Quien haya leído a expertos en el fenómeno ultra -como el holandés Cas Mudde- observará cómo el discurso de esta extrema derecha es prácticamente el mismo en todos los países europeos, como si bebieran de una misma fuente, si bien con ciertas particularidades territoriales. El discurso es elemental, pero muy persuasivo en amplias capas de la población, sobre todo en momentos de dificultades económicas e incertidumbre ante el futuro: defiende un etnocentrismo a ultranza, habla de un pasado idílico que se hizo añicos por culpa del capitalismo despiadado de los dueños de Silicon Valley, abomina de la globalización y de los inmigrantes (en particular los musulmanes), se opone agresivamente a lo que denominan ideologías de género, rechaza una unidad europea “controlada por los burócratas de Bruselas”…
Una de las señas de identidad del discurso ultra, reflejo de un antisemitismo subyacente, es citar una y otra vez al magnate húngaro-estadounidense George Soros, de origen judío y mecenas de numerosos proyectos periodísticos progresistas, como el epítome de la amenaza contra la integridad de Europa. El líder de Vox lo utilizó en su primera moción de censura contra Pedro Sánchez, a quien acusó de mantener nexos con Soros, aunque desde entonces se ha cuidado de sacar a relucir el nombre del financiero.
No nos engañemos: si las alarmas están encendidas en este momento en Europa no es por la amenaza de las izquierdas, que desde el final de la II Guerra Mundial han desempeñado un papel constructivo en la consolidación de la democracia y el Estado de Bienestar en el continente. Las alarmas están sonando por la expansión de la extrema derecha, no solo por su crecimiento en parlamentos e instituciones, sino por los estragos que un acervo de valores que no les es ajeno causó en la historia reciente europea. La ultraderecha ya gobierna en Polonia, Hungría e Italia, ha incrementado notablemente su presencia en parlamentos nacionales que hasta hace bien poco parecían inmunizados contra ella, y ha comenzado a irrumpir en numerosos gobiernos territoriales españoles de la mano del PP.
¿Y por qué tanta algarabía? ¿No es incluso positivo que la extrema derecha asuma tareas de gobierno para que así, mediante el golpe de realidad que implica el ejercicio de poder, vaya abandonando sus posturas más incendiarias?, es otro argumento que se escucha estos días, incluso entre personas nada sospechosas de abrazar los valores ultras. ¿Están acaso implantando el fascismo en Castilla y León? ¿No estuvo Trump al frente de Estados Unidos y ahí sigue el país, con su democracia funcionando como siempre? ¿A qué vienen los miedos?
Se trata de otro argumento engañoso. Los efectos del fenómeno de la extrema derecha ya se están observando en casos de políticas concretas allí donde se han ido implantando (véase la deriva homofóbica en Polonia), así como en brotes antidemocráticos como la toma del Capitolio en EEUU instigada por las soflamas de Trump, pero aún es pronto para calibrar sus consecuencias de fondo como fenómeno, por la sencilla razón de que apenas estamos en los inicios de lo que Mudde ha denominado “la cuarta ola” ultra. Nos encontramos ante el mayor ejercicio de normalización del posfascismo, neofascismo o nacional-populismo, según las distintas denominaciones que han ensayado los expertos, cuyos valores chocan frontalmente con los que han servido de cimiento a la Europa surgida en la posguerra. El discurso de intolerancia y odio ha comenzado a formar parte del paisaje político.
Es evidente que nos encontramos ante un nuevo e incierto panorama, en el que ya solo algunos partidos conservadores europeos luchan casi heroicamente por mantener a los ultras fuera de las instituciones. Y en ese grupo digno no está el PP.
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