Víctimas de Franco que no quieren estar enterradas con el dictador
Además de sacar del Valle de los Caídos al que mandó fusilar (Franco) a muchos de los allí enterrados, el grupo de abogados encabezado por Eduardo Ranz plantea una redefinición de aquel espacio hasta convertirlo en un lugar de la memoria, en una explicación democrática de la sublevación franquista contra la democracia republicana, en una denuncia de la posterior represión que no concluyó con la guerra. Conviene recordar que la represión franquista duró, nada menos, que desde 1939, como mínimo, hasta 1975, cuando el dictador, en aparente uso de sus facultades intelectivas y políticas, clausuró su régimen como lo inauguró: fusilando. Brutal gerundio.
No sé si han tenido los lectores la experiencia casi mística de visitar aquel siniestro lugar caído. Conviene hacerlo, pero no en la depresión inherente al domingo por la tarde, mejor un día de luz, un poco tonto, sin grandes expectativas.
El Valle de los Caídos --hay que llamarlo Cuelgamuros, dice el superviviente Sánchez Albornoz--, con aquella cúpula, con más de cuatro millones de teselas, en las que falangistas pelo en pecho, al aire y camisa azul, comparten relato con Dios, con carlistas, el descubrimiento, Colón y la virgen; todos amalgamados por la túrmix de Franco en la construcción de la España una, grande y libre.
Aquellas capillas, cada una a nombre de un arma del Ejército: Loreto, por la aviación; Carmen, por el mar; Pilar, por todas; la Merced, de los presos. Aquella altura abisal, entre el suelo y el techo. (“Más alto, Muguruza, más alto”, le decía el dictador al primer arquitecto, vasco, que se murió del Valle, quién sabe si para no soportar más al obsesivo dictador que visitaba las obras como si fueran las de váter de su casa).
La misa en aquel lugar es una experiencia más que religiosa. Los curas huesudos, llenos de latinajos y de espaldas al público durante buena parte de la liturgia, presididos por el Cristo de madera, que dice la leyenda que cortó y moldeó Franco con un árbol de la zona. Los monaguillos, soportando velones más altos que ellos, que les hacen bambolearse al andar. Parece que ascenderán, todos, hasta la cúpula, una vez acabada la ceremonia, y se pegarán como un chicle debajo de una mesa entre descamisados, camisas azules y boinas rojas con borlas amarillas, Colón rodilla en tierra y la virgen. ¿Quién se lo salta?
Hay una familia de Calatayud (hijos y nietos de Manuel y Antonio Ramiro Lapeña Altabás) que ha conseguido, gracias a la tenacidad del letrado Ranz, que exhumen a sus familiares. Hay una sentencia judicial que dice algo muy sencillo: abran la puerta y sáquenlos. Se sabe perfectamente dónde están y sus familiares no soportan ni un minuto más que estén en el mismo espacio que el dictador. Pero va Patrimonio Nacional --¿escopeta patrimonial?-- y dice ahora que falta una póliza de cincuenta pesetas, o de tres, es igual. Que después de años de existencia de la Ley de Memoria Histórica --que permite esta reparación política, personal, justa, de por lo menos dos de los miles que allí yacen en contra de la voluntad de sus familias-- en los que podía haber encargado todos los informes y comprado todas las pólizas; va Patrimonio, digo, ahora y dice que faltan papeles. Antes despejó su responsabilidad con el latiguillo de que hasta que no haya sentencia firme no sacaban ni a dios.
No sé cuántas leyes más hacen falta, cuántas sentencias más son precisas, cuántas informaciones se deben amontonar para que se cumpla lo obvio, esa materia que sabemos por experiencia que es lo más complejo de descifrar que hay en la vida.
El Valle de los Caídos no tiene nada más que abrir la puerta y dar paso a la familia de los dos fusilados de Calatayud (Zaragoza) para que los exhumen, para que sean enterrados lejos del dictador –-¡al que algunos siguen llamando Jefe del Estado!--, donde quiera su familia, antes de que esta se muera.
Patrimonio dice no, no, no; que falta la póliza de cincuenta pesetas, o de tres. Cuando la tengan, les dirán: vuelvan ustedes mañana.
Se trata de que los familiares de los fusilados se mueran… de aburrimiento, en esta estrategia tan propia del lector rutinario de la prensa deportiva: que los problemas y las personas, se pudran.