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La vuelta al calcetín

Maruja Torres

Poco partidaria como soy de las patrias y de sus patriotas, observo, como muchos otros, un amor mundano y cálido hacia la ciudad en donde fui nacida, y en la que crecí, y a sus partes más íntimas. A falta de un pueblo pequeño, que para mí es la quintaesencia de lo próximo, concibo la ciudad como un conjunto de barrios convertidos en pueblos, en aldeas, en núcleos de convivencia en donde nadie debe sentirse excluido, nadie perdido o ajeno. Tal es mi ideal, y supongo que existe mucha gente como yo, personas que, ante la experiencia de la vida, de los avatares en que nos vemos envueltos, de las preguntas que debemos hacernos, cada vez nos ensimismamos más, pero no en el sentido egoísta sino en el de enriquecernos por dentro acotando el terreno, cuidándolo y amándolo.

Pero no puedo amar los pueblos pervertidos en cuyas calles se acumulan los coches, atropellando edificios históricos, atravesados por rugientes motos cuyo retumbar compite con el trueno que sale de los bares y sus sacerdotes del fútbol catódico. Y, del mismo modo, tampoco puedo darme a las aceras del barrio, en mi ciudad, surcadas de innecesarias franquicias de pan de fabricación industrial, de gabinetes de uñas postizas, de antros para estilismos varios, y de peluquerías a cuatro por cuadra. Esto, como señal de la falta de interés de unos y otros por conservar lo que merece permanecer, aquello que nos hace juntarnos pero sin obligarnos a gritar para imponer nuestras voces. No es sólo la desaparición del pequeño comercio, con la soledad del vecino que entraña, sino también la exasperante constatación de la falta de sentido con la que se va vendiendo nuestra alma.

Porque amo los espacios pequeños en donde nos hacemos grandes por contacto, creo en la oportunidad de regeneración desde abajo que las elecciones municipales ofrecen. Hace muchos años, cuando España se preparaba para la primera victoria del PSOE, recorrí ayuntamientos para escribir un reportaje. Me sorprendió desagradablemente la cantidad de representantes públicos que se aprestaban a abandonar al último partido representado para encontrar, ellos y sus intereses, acomodo en el nuevo orden. Eran tiempos en que la ciudadanía había empezado a descolgarse de la política para ir a lo suyo. A lo suyo fueron pronto muchos, y ahora resulta que lo nuestro ha desaparecido.

Ahora los tiempos son otros, y hemos aprendido, a fuerza de perder o de pasar vergüenza, más ajena que propia, que a la actual situación hay que intentar darle la vuelta como a un calcetín. Y ésta del 24 de mayo es una ocasión como ninguna otra para empezar a situar en los municipios a gente limpia, gente cercana, gente que no huya cuando les abordemos para reclamarles lo que nos prometieron.

Y así, poco a poco, desde abajo, desde nosotros, recuperar el alma de todos.

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