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Preparaos, vegetarianos: la Navidad ha llegado

Navidad.

Claudia Collar

Son muchas y muy diversas las acaloradas discusiones que proliferan en las comidas que se celebran en Navidad. Y más aun teniendo en cuenta el añito que nos hemos pegado: Pablo Iglesias pasó de Vallecas a un palacio de Galapagar; Pedro Sánchez resucitó para instalarse en la Moncloa; Aznar también resucitó, pero para invocar el espíritu de Vox; y, sobre todo y más importante, Dani Mateo se ha sonado con una bandera de España. Con esta retahíla de surrealistas hazañas políticas, los vegetarianos y veganos del mundo pensábamos que se iban a olvidar de nosotros en estas fiestas, pero no. Nunca habrá demasiada morralla política como para que se olviden de nosotros. Diciembre ha llegado y, con él, los cuestionarios sobre lo que comemos y lo que no, los motivos y, por supuesto, la incesante voluntad de pillarnos en un renuncio, de ponernos cara a cara con nuestras contradicciones.

Cuando dejé de comer animales muertos hace casi dos años, tardé mucho en contarlo. Principalmente, porque no quería que me tomasen por una moralista o una pedante. Sin embargo, conforme fui contando que no comía carne ni pescado, comencé a darme cuenta de que no es que los vegetarianos y veganos seamos pedantes o moralistas, sino que los que comen carne no pueden soportar que nosotros no lo hagamos. Cuando decidí dar el paso, lo hice por puro amor a los animales: ya no conseguía desvincular el inerte trozo de carne del plato con la piel caliente y palpitante del cerdo o cordero del que procedía. Eso, como digo, fue hace poco tiempo. Llevaba más de veinte años comiendo carne y pescado y no me consideraba mejor –ni me considero– por llevar algo más de un año sin hacerlo. Con el paso de los meses y con interés, aprendí que había muchas más razones para no comer productos de origen animal, como la conservación del medioambiente o de nuestra propia salud. Por este motivo, hace algo más de tres meses, decidí dejar también los lácteos.

Cuando todavía no había dejado los lácteos y decía que no comía carne ni pescado, nadie me preguntaba cómo me sentía, qué cambios observaba en mi cuerpo, cómo estaba anímicamente. Nadie reconocía su admiración por atreverme a vivir siguiendo mis ideales. No. Todo el mundo me preguntaba por qué me daba tanta pena que matasen a una vaca, pero no me daba pena que la hacinasen en un box y la ordeñaran hasta hacerla sangrar. Ahora ya no consumo lácteos. Nadie me pregunta si echo en falta los yogures (cualquiera que me conozca sabe que después de todas mis comidas siempre disfrutaba de un yogur natural con miel) o si tengo dificultades para comer fuera de casa. Lo que ahora me preguntan es si no me dan pena las gallinas hacinadas en jaulas y obligadas a comer pienso para poner huevos que tanto me gustan. Estoy en proceso de dejar los huevos, una empresa difícil en la que ya me embarqué hace ocho meses y que no fue a buen puerto. Me gustaría dejarlos, pero ahora mismo todavía no me veo capacitada para ello. Es una contradicción con la que tengo que lidiar, de la que soy consciente y que con mucho esfuerzo intentaré afrontar, pero no ahora. Justificar esta decisión cada vez que como en un restaurante con alguien ya resulta agotador.

En las cenas y comidas de Navidad, momento por excelencia en el que se sirven copiosas comidas a base de carne y pescado, esta contradicción (y si no fuera esta, los distintos comensales que me acompañan se encargarían de buscar otra) se me atraganta continuamente. Con el olor a carne quemada fusilando mis tabiques nasales en el mejor de los casos o con la imagen de la sangre de la carne poco hecha en el peor de ellos, con las abuelas diciendo que la langosta estaba tan fresca “que todavía se movía”, las personas con las que comes se esfuerzan por recordarte que eres diferente, que eres raro y te buscan las cosquillas o te cuestionan tu forma de vivir. A pesar de respetar lo que los demás coman sin entrar a valorar de dónde viene, si tiene mucho o poco colesterol o si lo consideras más o menos ético, el que está a tu derecha, después de dos botellas de vino, medio kilo de marisco y un chupito de coñac, te mira y te dice que seguro que vas a desarrollar algún problema de salud, que “eso no puede ser bueno”, porque estás restringiendo mucho tu alimentación. El de enfrente, que solo sabe hablar de trabajo y que lleva meses sin tomarse una cerveza con los amigos porque solo tiene tiempo para saciar su ansia de ascenso social y laboral opina que la vida “está para vivirla y disfrutarla” y que “no sabes lo que te estás perdiendo por no comer estos manjares”.

Al final, lo que sueles encontrarte en las comidas y cenas de Navidad es a personas que en lo más profundo de su alma admiran que vivas según tus ideales, pero a las que su cobardía solo les permite atacarte o cuestionarte para ocultar sus propias contradicciones. Yo no soy perfecta. Soy animalista, pero como huevos a pesar de no estar de acuerdo con su producción. Soy ecologista, pero a veces tengo que comprar bolsa de plástico porque se me ha olvidado llevar la de tela. Intento no comprar en tiendas en las que la ropa haya sido producida por mano de obra esclava, pero cuando no me queda dinero en la cuenta, a veces tengo que consumir en alguna de estas tiendas que tanto odio. Creo que ningún comercio debería abrir los domingos, pero alguna vez me dio pereza salir el sábado a comprar y acabé consumiendo el domingo. Hace un par de meses me compré unas zapatillas made in Spain veganas, pero hace un año me regalaron unos zapatos made in Vietnam y decidí no devolverlos, porque, aun sintiéndome mal, me encantaban. Soy una persona en proceso de deconstrucción y comprometida, pero también tengo muchas contradicciones. Sin embargo, no creo que estas tres características sean inherentes ni exclusivas a la opción de llevar una vida vegetariana.

Por este motivo, queridos comensales navideños, cuando os reunáis en estas fiestas con una persona que no consume productos animales, no la hagáis el centro de vuestra conversación, no la cuestionéis, no la expongáis. Dadle la oportunidad de explicar su visión del mundo si le apetece y dad la vuestra, pero no la convirtáis en el mono de feria de la reunión ni aireéis sus potenciales contradicciones. Recordad que vosotros también las tenéis y, si no sois conscientes de ellas, algo estáis haciendo mal.

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