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Confinar o no confinar, ésa no es la cuestión

Varias personas descansan en un banco protegidos con mascarilla durante la segunda jornada en la capital leonesa por el confinamiento perimetral provocado por la Covid-19. EFE/ J. Casares

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A lo largo de estas últimas semanas hemos visto cómo ha ido en aumento la tensión entre diferentes administraciones. La discusión política se ha centrado en torno a un debate común: ¿qué nivel de confinamiento es mejor para que la economía no caiga? Pero no sólo se ha dado esta disyuntiva entre los políticos, el debate estaba también en la calle. Hay quienes abogan por unas fuertes medidas restrictivas para detener al virus y quienes, por el contrario, denuncian que los confinamientos no van a traer más que la ruina económica.

Entre tanto, surgen voces que nos alertan del aumento de ansiedad y trastornos psicológicos en la infancia a causa de los confinamientos y de la forma de gestionar esta crisis. Y lo mismo sucede con nuestros mayores, que en muchos casos vislumbran la posibilidad de un final en aislamiento, lejos de los suyos o, en todo caso, con demasiadas restricciones para mantener unas relaciones saludables con sus familiares o amistades cercanas.

El virus sigue ahí. Eso es evidente. Como también lo es el riesgo que representa, sobre todo para las personas cuyas vidas son más vulnerables, o como dicen algunos, se han visto más vulneradas por razones de edad, salud, situación económica o social. Y estos riesgos vienen acompañados de unos miedos lógicos. Miedo a morir, a las secuelas de la enfermedad, a perder el empleo, un ser querido...

Por eso, hay quienes aceptan con alivio cualquier medida que ofrezca un mínimo de seguridad ante tales miedos. Y por la misma razón tienen la necesidad de tener bajo control cualquiera de los escenarios donde nos movemos: el trabajo, el transporte público, el supermercado, la terraza de un bar, la calle, los parques, la comunidad de vecinos... Y entonces ven conductas de riesgo por todos lados. Y tienen la impresión de que todo el mundo lo hace mal. Y están convencidos de que la única manera de acabar con estos miedos es prohibir cualquier situación de riesgo, pese a quien pese. Controlar cada espacio de nuestras vidas que se ven afectados por terceros es sencillamente imposible, y se deriva en un aumento constante de la ansiedad. Vivir así es insostenible.

En la otra cara de la moneda los hay que parecen ponerse la mascarilla en los ojos y negar las evidencias. Para quienes parece que la economía es lo único, y que cualquier medida que trate de acabar con el virus la pone en riesgo. Y puede que también tengan razón en sus planteamientos, pero lo llamativo es que los políticos que lo afirman tampoco han propuesto soluciones más allá de la famosa “responsabilidad individual”. En su defensa alegan que no hay dinero. No hay dinero para rastreadores, ni para sanitarios, ni para docentes, ni para trabajadores ni educadores sociales... En definitiva, nos piden que nos arriesguemos, que hagamos renuncias, aunque esta vez ya no seamos héroes ni heroínas a los que aplaudir. También insinúan que si enfermamos la culpa será nuestra, por lo que no tendrán responsabilidad alguna con nuestra salud. Me pregunto si esa responsabilidad individual es tan sencillo tenerla cuando tienes quince años y una vida por delante, o si vives en una infravivienda compartida con más de seis personas, o si tienes que atravesar todos los días la ciudad en vagones atestados, o si tienes miedo de ser despedido si contraes la enfermedad, si vives en un barrio con calles estrechas colonizadas por los coches, o si simplemente sufres un trastorno mental y no tienes a nadie que te ayude a comprender lo que se te pide... No todo se puede cargar en la mochila de la responsabilidad individual.

En estos días vemos a colectivos salir a la calle, pidiendo ayuda económica por el futuro incierto de sus negocios, y al mismo tiempo, a jóvenes que se saltan las normas y acuden a fiestas masivas. Nuestra sociedad se ha construido en las últimas décadas sobre dos cimientos básicos: el crecimiento económico y la libertad individual. Y el virus ataca precisamente a estos dos pilares. Por ello, estamos recibiendo mensajes tan contradictorios como: consume, pero no vayas a los bares; la cultura (el cine, el teatro, los conciertos...) y el transporte son seguros, pero los espacios cerrados o abarrotados de gente son peligrosos; puedes servir copas en un bar, pero no tomarlas; mantén la distancia de seguridad, salvo en los colegios en los que es suficiente la mascarilla (incluso en la hora del almuerzo); haz actividades al aire libre, pero no en los parques que se van a cerrar para evitar botellones; los mayores riesgos de contagio se dan en las reuniones familiares, pero no en las laborales... Todo esto sólo lleva a un lugar: la esquizofrenia colectiva.

Sí, en estos tiempos corremos riesgos. Sanitarios, pero no sólo por contraer Covid, sino por nuestra salud mental, de la que tan poco se habla. También corremos riesgos sociales y económicos. El ocio empieza a estar mal visto. Hemos disfrutado de las vacaciones, pero para que la economía sobreviva, no porque merezcamos el descanso. Por un lado, no podemos luchar contra el virus y, por otro, no podemos encerrar a todo el mundo porque la economía se vendría abajo.

El virus pone en riesgo los derechos alcanzados. Pone en riesgo nuestra salud y nuestra cartera.

En marzo el confinamiento fue la salida fácil frente a un virus que apenas conocíamos y que atacaba con una rapidez pasmosa. Sin embargo, ahora sabemos muchas más cosas. Como que hay menor riesgo de contagio en espacios abiertos o que la mascarilla actúa como barrera y que la mezcla de la distancia de seguridad combinada con la mascarilla y los geles son el mejor protector... Por eso creo que ya no hay excusa para no enfocar bien el problema. No creo que la solución pase por limitar aún más nuestras necesidades y derechos, sino de crear las condiciones para que todo el mundo se sienta seguro haciendo lo que hacía antes de la pandemia, protegiendo las vidas más vulnerables. Y para ello es imprescindible prestar especial atención a nuestras necesidades, las de todos, y no tanto a las acciones concretas. Me explico. Los niños y niñas necesitan socializar, jugar con sus amigos, pero deberán hacerlo con la seguridad de no contagiarse y llevarlo después a casa. ¿Hemos cerrado por ello las escuelas? Al contrario. Los colegios son un claro ejemplo de lo que digo. Lo que durante el verano nos parecía imposible, ahora se ha convertido en una realidad. Aún hay mucho que mejorar, por supuesto, (como que bajen más las ratios, se garantice la formación a todo el mundo por igual y se usen más los espacios abiertos) pero en términos generales, los docentes han hecho un gran esfuerzo para crear entornos seguros donde los niños y niñas puedan aprender y disfrutar de sus amistades.

Necesitamos dinero para crear las condiciones individuales necesarias para una vida digna, y por ello, es necesario un empleo. ¿Se han cerrado las empresas vulnerando esta necesidad? Muchas se han esforzado por crear entornos seguros. Y las que se han visto obligadas a cerrar ha sido precisamente por la falta de apoyo y las medidas que han alejado a los clientes, como es el caso de la hostelería. ¿Es un entorno de riesgo un restaurante? Según los datos que aportan los científicos, depende. En el interior, el riesgo de transmisión por aerosoles, es elevado. Y en el exterior, si no hay distancias de seguridad entre los clientes, también. ¿La solución es cerrar los bares y restaurantes o decirle a la gente que no vaya? Puede, pero tal vez lo más sensato sería, más allá de culpas y señalamientos, buscar las fórmulas para que la gente pueda seguir disfrutando de su necesidad de ocio con la seguridad de no infectarse: mesas al aire libre, manteniendo la distancia de seguridad, desinfección entre cliente y cliente...

¿Y qué corre con el ocio nocturno? ¿Les vamos a seguir pidiendo a los jóvenes que renuncien a su juventud mientras dure la pandemia o vamos a garantizarles que se comporten como nosotros lo hicimos a su edad en un entorno seguro? Esta semana hemos conocido la noticia de una sala que va a hacer test a los mil asistentes a un concierto que se va a realizar próximamente. Deberán dar negativo y acudir con mascarilla, así como usar gel desinfectante. ¿No se vislumbra aquí una posible solución para quienes deseen disfrutar del ocio nocturno?

Me imagino lo doloroso que será para nuestros mayores ver cómo se les escapan sus últimos años de vida sin poder viajar, sin ver a sus nietos o a sus hijos, sin poder juntarse con los amigos y amigas con los que se juntaban cada día en el barrio, en el centro de día o lo que fuera. ¿Es de recibo pedirles que renuncien a todo esto por su supuesta seguridad y la de todos? ¿No vamos a ser capaces de encontrar la forma de que sigan disfrutando de los placeres más esenciales de la vida? Me resigno a pensar aquello de “es lo que hay”. No se lo merecen, ni nosotros tampoco. No podemos seguir aislándolos.

¿Y qué ocurre con nuestra necesidad intelectual? ¿Qué ocurre con el mundo de la cultura? En la ciudad donde vivo, Parla, llevábamos más de una década sin cines. Y, después de años demandando unas salas donde poder ir a ver una película, el año pasado se inauguraron al fin. No sé si sobrevivirán a esta crisis y volveremos a sufrir otra década sin cine en nuestra ciudad. Pero, volviendo al tema, ¿son inseguros los cines? Ciertamente son espacios cerrados, pero no menos amplios que un aula o un vagón de tren. Tal vez si se prohibiera comer dentro y nos aseguráramos de que todo el mundo llevara mascarillas y cumpliese con la distancia de seguridad en grupos no convivientes, eliminaríamos los factores de riesgo y todo el mundo podría ir al cine y en Parla seguiríamos disfrutando muchos años más de unas fantásticas películas.

En definitiva, puede que no dispongamos de todo el dinero del mundo para transformar nuestra sociedad de la noche a la mañana, aunque no por ello debamos renunciar a hacer de nuestro mundo un lugar mejor; y puede que las medidas restrictivas nos lleven a un pozo de oscuridad económica de la que nos resulte complicado salir; así que, ¿por qué no cambiar la perspectiva y en lugar de prohibir, juzgar, señalar, culpar, estigmatizar... nos dedicamos a ver cómo continuar lo mejor posible con nuestras vidas afrontando de una vez que este virus va a estar mucho tiempo con nosotros, buscando soluciones creativas en base a los conocimientos de los que ya disponemos sin limitarnos aún más y resolviendo el problema de la seguridad sin renunciar a nuestros derechos?

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