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Así que pasen 50 años
Hace ya cincuenta años el Club de Roma publicó un informe titulado los “Límites del Crecimiento” de un gran impacto social e intelectual. Como recuerdo y al hilo de lo que allí se decía, merece la pena reflexionar sobre ciertos aspectos a los que se enfrenta actualmente la humanidad.
Es fundamental un cambio radical en la mentalidad humana, especialmente de los responsables políticos y económicos del planeta, tanto en el ámbito público como privado, abandonando falacias artificialmente arraigadas como la del crecimiento permanente, en un planeta que tiene unos límites muy claros.
Los objetivos que se dicen importantes, no siempre consensuados con la sociedad, son medidos y corroborados con indicadores cuantitativos, desechando cualquier visión cualitativa de lo que sería un desarrollo sostenible, tanto en su vertiente ecológica como social. Estos indicadores económicos cuantitativos son el lenguaje con el que explican la realidad muchos economistas de forma un tanto sesgada y discutible. Es necesario elaborar nuevos indicadores cualitativos y usar algunos que ya existen, que incidan más en la sostenibilidad ecológica y en las profundas desigualdades sociales que soportamos. No se trata solo de conocer la producción mundial de alimentos, sino de analizar si esa producción es sostenible con el medio natural y si se reparte de forma justa para minimizar el problema del hambre en el mundo, algo que la llamada sociedad de mercado es incapaz de solucionar.
Los grandes consorcios industriales y financieros poseen una gran influencia en el desarrollo humano siendo ostensible que sus cuentas de resultados pesan más en sus decisiones estratégicas que ese inquietante futuro que se vislumbra a medio y largo plazo, ecológica y socialmente hablando. Además los Gobiernos, incluidos los más avanzados democráticamente, son incapaces de imponer una política del bien común frente a estos consorcios.
Asimismo, se trata también de resignificar conceptos maltratados de forma interesada ante la opinión pública, como ocurre con la austeridad, que debe ser entendida como la ausencia de despilfarro en la producción y consumo de bienes y no como un instrumento de política económica coyuntural, para reparar los escandalosos desperfectos producidos por el neoliberalismo sin cuestionar el modelo y el sistema que los produce, como ocurrió en la crisis de 2008.
La educación debe ser un objetivo prioritario de los poderes públicos, proporcionando no solo conocimientos sino también valores democráticos y habilidades creativas que ayuden a las personas a enfrentarse a la incertidumbre en los diversos campos del conocimiento: científico, social, político, económico, etc. Seguir educando en la certidumbre es un error, porque la sociedad del riesgo que se está construyendo está ausente de certezas. Por otra parte, hay que superar la fragmentación del conocimiento estableciendo metodologías y pedagogías basadas en el trabajo multidisciplinar. Esto no solo es útil entre diferentes especialidades científicas sino entre lo que se conoce como ciencias puras y ciencias humanas. En la actualidad la ciencia hegemoniza el desarrollo humano, ofreciendo nuevos e interesantes artefactos tecnológicos, sin embargo, este desarrollo adolece de valores humanistas que avancen y consoliden sociedades más justas y democráticas. Para ello es básico, entre otras cosas, fomentar una “ética de la responsabilidad” que asuma en toda su plenitud la necesidad de entregar un planeta a las generaciones venideras, como mínimo, igual que lo recibimos nosotros. Los avances científicos y tecnológicos, con sus luces y sombras tienen gran influencia en el desarrollo y los cambios de la humanidad. En la cadena de valor de la creación científica existen diversos intereses en conflicto, el quid de la cuestión no es negar esos conflictos de intereses, como algunos hacen cuando hablan del hecho científico de una manera neutral y beatífica, sino que esos intereses y conflictos se resuelvan siempre a favor de la mayoría de la humanidad y no al de una minoría.
Hace cincuenta años no se vislumbraba la gran eclosión de la tecnología digital actual y los cambios que se iban a dar en nuestras formas y comportamientos más básicos, desde la producción y consumo de bienes, a la formación, a la percepción de la realidad, etc. Un cambio radical que se está haciendo bajo la hegemonía ideológica de las grandes plataformas tecnológicas, donde sus intereses casi nunca coinciden con los de la mayoría.
Para finalizar, señalar una de las peores, más despilfarradoras y criminales formas de actuar del humano: La guerra.
Hace ya más de sesenta años un presidente republicano de los EE.UU., Eisenhower, en su discurso de despedida, habló a los estadounidenses y al mundo entero sobre el “complejo militar-industrial” conformado por las fuerzas armadas y los fabricantes de armamentos y advirtió de su creciente injerencia en las políticas públicas de los países. Algo que se plasma, en un continuo crecimiento de los presupuestos dedicados a la fabricación y compra de tecnología militar. Para dar por buena esa estrategia militarista entre la sociedad, se ha recurrido tradicionalmente a diversos argumentos más que cuestionables.
Uno de esos “argumentos” es alimentar el miedo colectivo entre la población, señalando la permanente amenaza de un enemigo, no siempre real.
Otro, el de que los recursos dedicados a la I+D militar no representan un despilfarro porque posteriormente a su uso militar son aprovechables para la vida civil, en un absurdo y criminal razonamiento más propio de un asesino en serie que de personas racional y emocionalmente equilibradas.
Pasados ya cincuenta años de aquella relevante reflexión que suscitó el Club de Roma el tiempo de la teoría se está agotando, y ya solo quede tiempo, y no mucho, para la acción, se necesita la decisión, el valor personal y colectivo, para evitar que la vida humana en el planeta colapse definitivamente.
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