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40 años de las elecciones de 1977: la España de la Transición cumple cuatro décadas

Felipe González, Adolfo Suárez y Santiago Carrillo, en la entrega de los premios del diario "Pueblo", el 14 de febrero de 1978, en Madrid.

Andrés Gil

15 de junio de 1977. Los españoles se dirgían a las urnas para votar por primera vez desde 1936. Habían pasado 41 años, y cantaba Jarcha, “dicen [sic] los viejos de este país que hubo una guerra”, pero la gente pedía “vivir su vida en paz” para vivir “en libertad sin ira”.

El PCE, acababa de ser legalizado el 7 de abril, a escasos dos meses de las primeras elecciones de la reinstauración democrática, y volvían a España Rafael Alberti, Dolores Ibarruri y Santiago Carrillo. De repente, España parecía homologarse al contexto europeo. Pero no como lo hizo Portugal en abril de 1974, con una revolución de los claveles que rompió con la dictadura salazarista: España lo hacía tras morir el dictador de viejo; con un Juan Carlos que había jurado los principios fundamentales del régimen y tras el harakiri de las Cortes franquistas que llevó a esa ley de reforma política de 1976 que desembocó en las elecciones que este jueves cumplen 40 años.

En 1977 se legalizó el PCE, se volvió a las urnas y se firmó la ley de amnistía, la ley que permite que los crímenes del franquismo sigan sin juzgarse. En aquel entonces, uno de los lemas de la oposición franquista era “libertad, amnistía y estatuto de autonomía”; pensando en sacar de la cárcel a los presos políticos; en que no se persiguieran a sindicalistas, acabaran las torturas y las penas de muerte. Y fueron acabando, sí, pero sus culpables nunca fueron juzgados.

Así se expresaba en la tribuna del Congreso el 14 de octubre de 1977 el portavoz del PCE Marcelino Camacho: “Como reparación de injusticias cometidas a lo largo de estos cuarenta años de dictadura, la amnistía es una política nacional y democrática, la única consecuente que puede cerrar ese pasado de guerras civiles y de cruzadas. Nosotros, precisamente, los comunistas, que tantas heridas tenemos, que tanto hemos sufrido, hemos enterrado nuestros muertos y nuestros rencores. Nosotros estamos resueltos a marchar hacia adelante en esa vía de la libertad, en esa vía de la paz y del progreso”.

Las elecciones del 15 de junio revalidaron a Adolfo Suárez, ex ministro del Movimiento, al frente del Gobierno –165 escaños de UCD– y situaron a Felipe González y al PSOE como los llamados a encarnar un nuevo proyecto de país frente al partido de la oposición franquista, el PCE de Santiago Carrillo, que logró 20 escaños. Manuel Fraga y su Alianza Popular plagada de ex ministros franquistas se quedó en 16 escaños.

Aquellas elecciones fueron una foto del país: dieron el visto bueno al pacto de las élites que situaron a Adolfo Suárez como arquitecto de la Transición y señalaron al joven González como apuesta de futuro frente a un Carrillo llegado del exilio –el PCE del exterior se impuso al del interior– que representaba la lucha antifranquista, sí, pero también retrotraía irremediablemente a la República –y al recuerdo de la Guerra Civil– acompañado de Pasionaria, Ignacio Gallego y compañía.

Cuando llegó el momento de redactar la Constitución del 78, el peso del PCE era equivalente al de los posfranquistas de Manuel Fraga (16 escaños). El búnker y el mayor referente del antifranquismo estaban empatados. El pacto fundamental se produjo entre el reformismo de la UCD y el del PSOE, al que se sumaron tanto Fraga como Carrillo, con renuncia a la república incluida.

Aquel fue el contexto en el que se cimentó el régimen del 78, con el miedo a la violencia pero también con el afán de la reconciliación, que ha producido paradojas como que el Valle de los Caídos, un monumento a un dictador, sobreviva 38 años después, y que decenas de miles de personas sigan en cunetas y fosas comunes.

Aquel pacto de las élites que forjó la Transición, con la dictadura en los talones y ley de amnistía mediante, alumbró ese régimen del 78 cuyas costuras hoy se estiran y se rompen por algunos lados, pero que se construyó gracias al pacto entre el franquismo, sus herederos y los perdedores de la Guerra Civil. Y por ese camino, el partido más representativo de la República y el antifranquismo, el PCE, transigió con la Monarquía y la impunidad de la dictadura.

Es un debate que también atraviesa a Unidos Podemos, y que a menudo se simplifica en la dictomomía calle Vs institución; radicalidad Vs amabilidad; rupturismo Vs posibilismo; izquierda de orden/régimen Vs izquierda domesticada.

“Nosotros cuestionamos la democracia actual, y decimos que en la Transición se hizo todo lo que se pudo, pero una vez se ha conseguido eso hay que seguir luchando para seguir avanzando. Eso es muy distinto que decir que ya estamos muy contentos con el sistema del 78, esto es lo mejor que hay. Que es un poco lo que hizo Santiago Carrillo”, afirmaba el coordinador de IU, Alberto Garzón, en una entrevista con eldiario.es.

El portavoz parlamentario del PSOE, José Luis Ábalos, hacía referencia a ello en el discurso de la moción de censura de este miércoles: “Ustedes hablan de régimen de la Transición, pero representa, gracias al PSOE, cohesión social y unidad. Y yo entonces estaba en las Juventudes Comunistas y en los servicios de orden en las calles”.

40 años después de las primeras elecciones de la reinstauración democrática, la moción de censura ha vuelto a poner de manifiesto las diferentes gramáticas expresadas para diagnosticar el momento; diferentes gramáticas que evidencian no sólo lenguajes diferentes, sino también concepciones distintas de lo que ocurre: posibilismo, domesticación, orden, reforma, izquierda de régimen, carrillismo. O ruptura, impugnación, proceso constituyente ante una arquitectura política levantada hace 40 años para un país que no es el de hoy.

Fue la reforma, en lugar de la ruptura. Fue la reconciliación amnésica plasmada en un texto constitucional que instauraba una monarquía parlamentaria que preponderaba los partidos mayoritarios a través de la circunscripción electoral provincial, a los que situaba en el centro de la política, y que enterraba los crímenes del franquismo.

La izquierda organizada, el PCE, optó por su dirección del exilio en lugar de la del interior, y la derecha venía del franquismo. En la memoria estaba vívida la Guerra Civil, la dictadura de Primo de Rivera, las guerras carlistas del siglo XIX, los vaivenes constitucionales desde la primera Carta Magna, la de 1812. ETA mataba un día sí y otro también, y la extrema derecha sembraba el terror, y la muerte, como la de los abogados de Atocha.

Los despachos en Zarzuela, los pactos bajo cuerda –casi siempre entre hombres–, la política de unos pocos con el consenso como valor supremo, lo que se decide institucionalmente qué es y no es política; qué es y qué no es respetable y dónde están los límites de lo posible. Si a alguien iba destinado el “no nos representan” del 15M es a esa forma de hacer política, a políticos y partidos que participaban en ese juego con el derecho de admisión reservado.

Y, por encima de todos, el rey.

Un rey que tras celebrarse las elecciones de 1977, pedía dinero al sha de Persia “para el fortalecimiento de la monarquía española” en los siguientes términos: “Es imperativo que Adolfo Suárez reestructure y consolide la coalición política centrista, creando un partido político que sirva de soporte a la monarquía y a la estabilidad de España. Por esta razón, mi querido hermano, me tomo la libertad de pedir tu apoyo en nombre del partido político del presidente Suárez, ahora en difícil coyuntura.  Por eso me tomo la libertad, con todos mis respetos, de someter a tu generosa consideración la posibilidad de conceder diez millones de dólares como tu contribución personal al fortalecimiento de la monarquía española”.

Este jueves se cumplen 40 años de uno de los hitos de la Transición, las elecciones del 15 de junio de 1977; una Transición que corresponde a aquella España, que no termina de morir mientras la nueva tampoco termina de nacer.

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