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Delfina, Atanasio, Casimiro... los rostros de los miles de fallecidos en residencias golpeadas por la pandemia

Una foto antigua de Atanasio, cuando la familia vivía en Alemania. / Foto cedida

Marta Borraz / Sofía Pérez Mendoza

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La última vez que Tomás vio a Casimiro le encontró débil. Había dejado el andador y pedía que lo desplazaran en una silla de ruedas por los pasillos de la residencia. Tenía 88 años, era de Salamanca y trabajó toda su vida en una tienda de ultramarinos en Madrid. Murió el 15 de marzo. Tomás lo supo cuando el teléfono sonó de madrugada. “¿Es usted el hijo de Casimiro?”. Después de aquella llamada, los recuerdos se amontonan y se confunden. “Pase a recoger el cadáver”, dijeron. Un entierro en soledad con su hermano, la foto del nicho a la espera de tener un nombre grabado. La ropa de Casimiro, lo que se llevó consigo a esa nueva casa, sigue en la residencia.

El goteo incesante de fallecidos en residencias de mayores dibuja una de las caras más dolorosas de la pandemia de coronavirus. La Comunidad de Madrid, la más golpeada por el brote, ha registrado casi 3.400 muertos d esde el inicio de la crisis sanitaria hasta este jueves , según datos recopilados por Europa Press. Aunque no se sabe cuántos tenían COVID-19, solo los 3.000 de marzo suponen el triple de los contabilizados un mes cualquiera. En Castilla-La Mancha los fallecidos en residencias casi alcanzan los 300, la Generalitat de Catalunya los cifra en 511 y en Castilla y León ha habido 595, contando todo tipo de centros residenciales. Pero detrás de estos números hay rostros que no han podido ofrecerse una última mirada, duelos imposibles sin abrazos, historias cerradas abruptamente, vidas que se terminaron en soledad.

A Atanasio le gustaba llevar allá por donde iba su orgullo de extremeño. Por eso le puso Llerena, el nombre del pueblo pacense en el que creció, al bar de Getafe (Madrid) que regentó hasta que se jubiló. Murió el pasado 22 de marzo en la residencia Vitalia Home de Leganés. Esta y Monte Hermoso, en la que vivía Casimiro, han sido dos de las más castigadas por el brote de coronavirus, y su situación límite ha motivado que hayan sido intervenidas por la Comunidad de Madrid. Solo en la de Atanasio, los familiares cuentan más de 50 fallecidos y con Casimiro esa misma semana se fueron otros 20 compañeros. Nadie sabe a ciencia cierta cuántos por COVID-19.

En el parte de defunción de Casimiro pone que tuvo un fallo cardiaco y respiratorio. Había sufrido un ictus hacía cinco años y llevaba unos días “flojo” y “comiendo poco”, les dijeron a sus familiares en la residencia. “Todo pasa rápido, ves las noticias y en el centro de mi padre hablaban de decenas de muertos en bolsas y casi agradeces que haya sido rápido”, cuenta Tomás, al que se oye al otro lado del teléfono con un discurrir de pensamientos atropellados. Unas palabras sobre otras.

Carmen menciona a su padre como si hablar de él fuera la única forma de despedirse sin haberlo hecho. Ni siquiera pudo comunicarse con él el 19 de marzo para felicitarle el Día del Padre, a pesar de su insistencia. Tampoco el 20, ni el 21, ni el 22. Ese día por la mañana, la residencia llamó a su hermano para contarle que Atanasio, que “ya estaba muy deteriorado”, tenía fiebre y se ahogaba. Casi 10 horas después murió. “Merecíamos otra cosa. Ni siquiera nos informaron de que había empezado con fiebre o de que se encontraba mal. Nos llamaron el mismo día que falleció”, cuenta Carmen.

Su padre, que tenía 83 años, era un aficionado al fútbol, al campo y a 'veranear' en Los Narejos (Murcia), donde la familia, de clase trabajadora, tenía una casita que tuvo que vender “para hacer frente a los gastos de la residencia”. Narcisa, la madre de Carmen, también está en el mismo centro geriátrico. La familia celebró las bodas de oro de los abuelos el 28 de julio de 2018. 52 años juntos detenidos por la pandemia. Ahora, la única preocupación de Carmen es que a su madre, que ha dado positivo en los test de COVID-19 que estos días sí está realizando la residencia, “no se la lleve también”.

El dolor se esparce por toda España con una intensidad parecida. A Marina le informaron del ingreso de su madre de madrugada. Delfina, como se llamaba, tenía una demencia avanzada. Ya no hablaba. Su hija iba a visitarla cada tarde a la residencia de Barreiros (Lugo). “Con las manos te apretaba cuando le decía que la quería y sentías que no escaparías nunca de su lado. Mi vida era esa. Salir de trabajar y pasar juntas la tarde”, cuenta al otro lado del teléfono.

Delfina, de 83 años, estuvo una semana hospitalizada y murió el domingo pasado. Tenía una neumonía causada por el SARS-CoV2. Su vida fue dura: perdió a su marido a los 39 años y superó un cáncer. Tras quedarse viuda “hizo lo que pudo para sobrevivir” porque tras casarse se dedicó, como muchas mujeres, al trabajo de cuidados en casa. También a trabajar una pequeña parcela que tenía la familia y la de un vecino, cuenta su hija. Antes había sido empleada de una fábrica de conservas. Marina asegura que lo que más daño le ha hecho no ha sido la muerte, sino la soledad que ha envuelto un proceso de acompañamiento que ahora no es posible.

En su residencia, los familiares no saben cuántas personas han fallecido. Las asociaciones han contabilizado al menos ocho en las últimas semanas pero es imposible tener el dato cierto porque la Xunta de Galicia ha empezado a separar los fallecimientos en las residencias y en los hospitales. De manera que los usuarios que mueren tras ser hospitalizados no son contabilizados en el cómputo de los geriátricos.

Una foto del nicho y un acto de fe

Como el resto de familiares de fallecidos, Tomás tampoco pudo ver a Casimiro una última vez. Una semana antes fue su despedida, aunque ninguno lo sabía. La residencia estaba “decaída”, recuerda. “Solo había dos visitas, los auxiliares se lavaban las manos a menudo y algunos parecían asustados. Mi padre estaba tristón. Ahora veo todo con otra perspectiva”. No lo identificó, ni lo veló ni se despidió junto a sus seres queridos para celebrar su vida y llorar su muerte juntos.

Casimiro quería que lo enterraran y así fue. Sus hijos preservan una foto del nicho como el último recuerdo. “Se la hicimos para saber cuál era. Aún no ha llamado el de las placas. Bueno, con la que está cayendo fíjate qué tontería… Está desbordado de trabajo”. Su familia, dice, ha hecho un acto de fe con el nicho de su padre. Es él porque se lo han dicho. Admite que cuando ese pensamiento se cuela en su cabeza, algo que ocurre a menudo, piensa en que tal vez esté cuidando al familiar de otro. “Y de la misma manera otro cuidará al nuestro”, se consuela.

Marina cuenta, desde Galicia, que necesitaba ver el féretro de su madre. Es lo único que pudo tomar como referencia para iniciar el duelo. “Necesitaba llorar y desahogarme. Solo estuvimos tres personas: mi hermana, mi cuñado y yo. La impotencia de no poder despedirla no la puedo describir. Siento que no pudimos estar a su lado en el último trance de este camino”. Luego llegaron las culpas. “Me sentía culpable por haber optado por una residencia. Ahora pienso que tal vez se habría muerto de otra cosa, pero de esto, no”.

Carmen y su hermano esperan todavía las cenizas de Atanasio. En el cementerio de Alcorcón les dijeron que “solo podían incinerarle” y que les darían la urna “cuando termine todo esto”. En este municipio madrileño se instaló la familia cuando dejó atrás Alemania, adonde Atanasio y Narcisa se trasladaron a trabajar en los años 60. De allí trajeron costumbres que no eran habituales en aquella época: “A nuestra casa llegaba Papá Noel y no los Reyes”, recuerda Carmen. Su padre había hecho la mili en Madrid, “le gustó mucho” y cuando regresó quiso vivir en ella.

Dentro, sin embargo, siempre llevaba a su querida Extremadura. Tanto que los miércoles, que era el día que descansaba en el bar, “se iba para allá a recoger chorizo, lomo y otros productos de la tierra que luego vendía”. La hostelería, sin embargo, no fue su única dedicación. “Mis padres vivieron para trabajar y para sacarnos adelante”, dice Carmen. Mientras Narcisa se dedicaba a la costura, Atanasio trabajó en Alemania en la fábrica de Mercedes-Benz, también como fotógrafo y en una empresa de transportes, ya de vuelta en España.

Tanto él como Casimiro y Delfina engrosan las listas más fatídicas de la epidemia, las que suman fallecidos sin despedidas. El dolor es profundo, pero mientras sus familias esperan el día en que puedan volver a reunirse, abrazarse y empezar a recolocar las piezas de un puzzle que hoy está roto, el recuerdo de cómo y quiénes eran los que están tras los números es quizás el único consuelo.

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