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Cacerolas contra aplausos, luchas de banderas y carteles en el ascensor: las riñas entre vecinos afloran en cuarentena

Cacerolada en un balcón de Madrid/ GTRES

Mónica Zas Marcos

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El confinamiento ha traído consigo la exaltación del sentimiento de vecindad, pero el paso de los días ha hecho inevitable que afloren también las fricciones. Es el reverso de los gestos solidarios que se han manifestado de balcón a balcón y en los rellanos de los edificios desde el comienzo de la pandemia, pero que en los peores casos está llevando la convivencia hasta límites insospechados.

Mario, para quien la tranquilidad de los primeros días de cuarentena ha quedado en un recuerdo, lo ilustra con su propio caso. “Empezó con golpes en la pared cada vez que hacía deporte a mediodía y, desde hace semanas, los gritos y las amenazas en la escalera son el pan de cada día”, desvela este vecino del barrio madrileño de Tetuán.

El edificio tiene apenas tres alturas con cuatro viviendas en cada una, pero hay una persona en concreto que se ha enfrentado a casi todos los inquilinos. “Si no es por la basura, es por las zapatillas que otro ha dejado sobre su felpudo”, detalla. Y, lejos de favorecer la empatía y la comprensión, asegura que este encierro solo ha extremado las disputas y el tono de los insultos. “Hay días en los que pensamos que van a llegar a las manos”, asegura.

En otras ocasiones, de lo único que echan mano es de un cucharón y de un puchero. Aunque las caceroladas se han sucedido desde el inicio del estado de alarma y casi siempre con una motivación ideológica, la del domingo pasado contra el Gobierno provocó más roces que ninguna al programarse a la misma hora que los habituales aplausos de las ocho de la tarde. Una réplica auspiciada por un partido en concreto, Vox, que intentó eclipsar al gesto que lleva casi cincuenta días uniendo a españoles sin signo político.

“En mi barrio hubo cacerolada a las siete. Pero a las ocho, cuando empezamos a aplaudir, de pronto volvieron los de las cacerolas hasta que acallaron todos los aplausos”, dice Manuela (nombre ficticio), de 33 años y residente en el centro de Madrid. Y no es la única, sino que cada semana se celebran varias y en diferentes horarios. A veces, una única señora es quien inicia el jaleo con su olla y poco a poco se le van uniendo otros balcones.

“Yo trabajo y estudio en casa, tengo a personas cercanas enfermas y fallecidas por el coronavirus y duermo mal. ¿Por qué los que arman las caceroladas y las verbenas no piensan en los que solo necesitamos tranquilidad?”, se lamenta Manuela, para quien las trifulcas vecinales no acaban ahí, sino que han pasado de los utensilios de cocina a las telas que cuelgan de la barandilla. 

“El 23 de abril me apeteció colgar en el balcón la bandera comunera, pues mis raíces familiares están en Castilla y León. Estaba atándola con cuidado cuando una voz de hombre me gritó con tono de burla desde el edificio de enfrente”, relata esta joven. “Aluciné con que me hubieran gritado, y más en un barrio plagado de banderas de España”, donde, según ella, el vecino que la increpó expone dos con crespón. Apenas unos días antes, la ministra de Hacienda y portavoz del Gobierno rechazó el uso del crespón como señal de duelo en la bandera institucional, lo que provocó que un ala de la derecha se apropiara del símbolo

La crisis política ha alcanzado también los grupos de WhatsApp de comunidades como la de Sonia (nombre ficticio), que vive en Chamberí. En este, al igual que los que acallan las palmas con las cacerolas en el balcón, se enfrentan los que reenvían bulos sobre la gestión del Gobierno contra los que prefieren separar las cuestiones vecinales de las opiniones políticas. “Sobre todo si son mentira”, explica. “Ya nos dan la murga a todas horas con las cacerolas, para que además de los aplausos secuestren los chats de reunión”.

En otros casos, la vendetta política se lanza a través de enormes altavoces. Así, tras la cacerolada, algunos han optado por ofrecer una sesión musical que abarca desde el himno de España hasta Chayanne. Además, si hay quejas, suben un par de decibelios el volumen, como ha ocurrido en el edificio de Manuela. “Cada uno vive la pandemia y el confinamiento como quiere, o como puede, pero no entiendo que alguien tenga ganas de imponer a todo el barrio lo que escucha”, opina la vecina del centro. “Yo ya he decidido que a la próxima llamo a la Policía. Llevo días amenazando”, dice. 

De hecho, fuentes policiales del Ayuntamiento de Madrid confirman que desde el inicio de la pandemia se han multiplicado las llamadas de vecinos quejándose por el ruido. Y, con ellas, las multas, aunque no disponen de datos concretos. En Catalunya, en cambio, aseguran que las primeras semanas las denuncias se multiplicaron en un 68% y que la Guardia Urbana de Barcelona ha atendido más de 5.000 avisos relacionados con requerimientos de convivencia. 

La otra motivación para alertar a la Policía tiene que ver con el uso de las zonas comunes de las urbanizaciones y de las comunidades. Como ya advirtieron al inicio de la pandemia, ni los patios, ni las azoteas, ni los columpios deben estar habilitados durante el estado alarma. Sin embargo, el domingo pasado, con la salida de los niños por primera vez en toda la cuarentena, este área se ha vuelto a convertir en el centro del huracán de la convivencia vecinal. 

“El domingo recibimos muchísimas llamadas de personas que denunciaban el uso de las zonas comunes y nos mandaban fotos y vídeos a Twitter”, cuentan las fuentes del consistorio de Madrid. Lo mismo le ocurrió al Colegio de Administradores de Fincas, donde se multiplicaron las consultas y la incertidumbre ante la falta de respuestas por parte del Gobierno.

“Los propietarios y los presidentes de comunidad se empezaron a alterar porque la decisión pesaba sobre sus hombros, pero finalmente dieron la orden ministerial de que no se autorizara el uso de ningún espacio comunitario para que lo disfruten los padres con niños”, cuenta Salvador Díez Lloris a eldiario.es, presidente del Consejo General de Administradores de fincas. Eso no evita que haya infracciones, aunque son una minoría, y suelen estar sucedidas por un encontronazo con a quienes algunos llaman los “justicieros de balcón”. 

“Mis hijos de 11 y 9 años han recibido gritos y amenazas por parte de un vecino. Otra inquilina, madre soltera, a veces deja a su hija de siete años en el soportal junto a un bajo donde vive una amiga y abroncan a la madre y a la niña cada dos por tres”, dice Luis, residente en una urbanización de Pacífico, al sureste de Madrid. Es una urba con muchos exmilitares y hay cierta tendencia a que les salga el carácter autoritario que llevan dentro“, describe.

Además de este tipo de incidencias, el Colegio de Propietarios de Fincas ha recibido quejas puntuales por los ruidos de las cacerolas: “Nos parece indignante. Una cosa es un mensaje solidario por la gente que se la está jugando y otra cosa es una crítica al Gobierno, que es legítima, pero no se debería contraprogramar”, piensa Díez. Por su parte, de todo lo que les ha llegado, lo que más le indigna son los carteles en contra de ciertos vecinos -cajeras, enfermeras o médicos- por trabajar en primera línea y exponerse a diario al coronavirus.

“Nos manifestamos absolutamente en contra de ese tipo de actitudes despreciables. Es un uso indebido de un elemento en común y como tal debería ser decisión del conjunto de la comunidad”, alega. En tal caso, recomienda retirarlos pidiendo una autorización previa al presidente de la comunidad y apela al sentido común de quien sienta la tentación de compararlo con los que ofrecen ayuda de forma altruista a las personas mayores que viven en el mismo edificio.

Pese a todo, Salvador prefiere quedarse con el sentimiento de vecindad que ha nacido en los últimos días. “Conoces a la persona que vive arriba y abajo, les saludas en la compra, aplaudes con ellos a las ocho e incluso brindas a la hora del vermú”, dice el presidente. Lo otro, confía, desaparecerá en cuanto empiece la tan ansiada desescalada hacia una “nueva normalidad”.

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