Un grupo de científicos cruza el mar con una canoa de la Edad de Piedra para probar cómo llegaron los primeros humanos a Japón
Las migraciones prehistóricas no se entendían como desplazamientos de ida y vuelta. Cada travesía implicaba una ruptura con el entorno anterior, sin posibilidad de planificar un regreso. Esa falta de retorno no respondía tanto a una decisión consciente como a la inexistencia de mapas, rutas o referencias estables. La orientación se basaba en señales naturales que, una vez superado cierto umbral, dejaban de ofrecer certezas. Además, el medio físico imponía una lógica sin concesiones: al adentrarse en corrientes imprevisibles o alcanzar tierras desconocidas, las opciones de retorno se diluían.
Dentro de esa realidad, los viajes marítimos asumían una dirección única, con todo lo que eso implicaba. En ese marco, cobra sentido el experimento con el que un grupo de investigadores ha querido demostrar cómo pudieron llegar los primeros humanos a las islas del sur de Japón hace más de 30.000 años.
Un experimento actual recrea una travesía de hace 30.000 años
El proyecto partió de una hipótesis sencilla: si hay restos arqueológicos en islas remotas como Yonaguni, tuvo que haber un modo de cruzar el mar desde la actual Taiwán. Para ponerla a prueba, el equipo diseñó un experimento de arqueología práctica replicando los materiales, herramientas y condiciones de aquella época. La clave del ensayo fue la embarcación, construida con un tronco de cedro tallado únicamente con instrumentos de piedra. El resultado fue una canoa de más de siete metros, llamada Sugime, que emulaba el tipo de nave que podrían haber utilizado los primeros habitantes del archipiélago Ryukyu.
El trayecto elegido atravesaba una de las zonas más complejas del Pacífico noroccidental. La corriente de Kuroshio, de fuerza constante y velocidad elevada, atraviesa esa región desde el sureste de Taiwán hacia Japón. Superarla sin tecnología moderna exige no solo resistencia física, sino también conocimiento práctico del comportamiento del mar. Por eso, antes de lanzarse al agua, los investigadores realizaron múltiples simulaciones digitales para calcular rutas viables según distintas condiciones meteorológicas y puntos de partida alternativos.
Las pruebas confirmaron que un pequeño cambio en el ángulo de avance podía marcar la diferencia entre alcanzar tierra o quedar a la deriva. Según explica uno de los artículos publicados en la revista Science Advances, los trayectos más seguros partían del noreste de Taiwán y trazaban una trayectoria ligeramente diagonal hacia el sureste, en vez de avanzar en línea recta. Esa desviación permitía contrarrestar el empuje lateral del Kuroshio y mantener una dirección aproximada hacia las islas japonesas.
Canoa, sol y resistencia: así fue el cruce hacia Yonaguni
Con esos datos como base, cinco miembros del equipo se subieron a bordo de la Sugime en julio de 2019. Sin brújulas ni GPS, solo guiados por el sol, las estrellas y la dirección del oleaje, recorrieron 225 kilómetros hasta alcanzar la isla de Yonaguni tras más de 45 horas de navegación continua. El esfuerzo fue extremo: agotamiento, dolores físicos y errores de orientación complicaron el trayecto. Según recoge el estudio, la tripulación tuvo que achicar agua en varias ocasiones y cambiar turnos de remo para mantener la estabilidad.
Esa experiencia reforzó una idea importante en la investigación: más allá del diseño de la embarcación, quienes realizaron esos viajes hace 30.000 años debían dominar técnicas de navegación adaptadas al entorno, tener una preparación física elevada y asumir que no habría posibilidad de volver. En uno de los textos, el arqueólogo Yousuke Kaifu, de la Universidad de Tokio, subraya que, en ese contexto, los trayectos se habrían planificado con destino único.
Como señala en el artículo de Science Advances, el conocimiento necesario para organizar una travesía de vuelta requería información y herramientas que solo llegaron mucho después: “Si se dispone de un mapa y se conoce el patrón de flujo del Kuroshio, se puede planificar un viaje de regreso, pero esto probablemente no tuvo lugar hasta mucho más tarde en la historia”.
Los datos obtenidos en el experimento también han servido para construir modelos que permiten analizar las migraciones en el este de Asia con mayor detalle. Las simulaciones han replicado cientos de posibles escenarios, teniendo en cuenta estaciones, velocidad de las corrientes, puntos de partida e incluso diferentes estrategias de navegación. De esas pruebas se desprende que algunas rutas eran mucho más efectivas que otras y que las condiciones oceánicas influyeron de forma directa en los patrones de asentamiento humano.
El interés por este tipo de pruebas se enmarca en una tendencia más amplia dentro de la arqueología, que busca validar hipótesis mediante la recreación física de los métodos antiguos. Esta metodología no sustituye la excavación ni el análisis de restos, pero permite explorar aspectos que, por la acción del mar o el paso del tiempo, han quedado fuera del registro material.
En este caso, ha permitido demostrar que cruzar el Kuroshio con una canoa hecha con herramientas del Paleolítico no solo era viable, sino que respondía a una lógica de desplazamiento que asumía como norma la ausencia de retorno. En otras palabras, el viaje no terminaba con la llegada a una isla, sino que ahí empezaba todo lo demás.
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