No, la estatua de la libertad no siempre fue verde: el lujo que hubo antes del óxido neoyorquino
La Estatua de la Libertad es uno de esos símbolos que creemos haber conocido siempre tal y como es hoy: majestuosa, azul verdosa, vigilante en la entrada del puerto de Nueva York. Pero ese tono, tan asociado a la ciudad como el propio skyline, no estuvo ahí desde el principio. Cuando desembarcó desde Francia en 1885, el monumento brillaba como un centavo nuevo: un marrón rojizo intenso y metálico que poco tiene que ver con el aspecto que muestra hoy.
El cambio no fue inmediato. A lo largo de unas dos décadas, el clima, el agua salina y el aire marino transformaron la superficie de cobre hasta recubrirla con una fina película protectora. Esa capa, fruto de la oxidación del cobre, acabaría convirtiéndose en su sello distintivo: la pátina verde.
Del cobre más puro al mito mundial
La historia de su transformación cromática tiene un punto inesperado. La estatua, cuyo nombre oficial es Libertad que ilumina al mundo, está hecha de cobre de una pureza excepcional. Gran parte del material lo donó el industrial francés Pierre-Eugène Secrétan, que llegó a aportar alrededor de cien toneladas procedentes de minas del norte de Europa. Ese cobre puro resultó ser especialmente sensible al proceso natural de oxidación, acelerado por el clima húmedo de la bahía neoyorquina.
Para 1906, toda la superficie —unas 225 toneladas de cobre— lucía ya el color actual. Lejos de ser un problema, esa pátina verde actúa como un escudo que preserva el metal durante siglos, igual que ocurre con esculturas y objetos de la Antigüedad. Sin embargo, no todos estuvieron contentos con el cambio: algunos periódicos de la época promovieron campañas para repintarla, temiendo que el nuevo tono fuera síntoma de deterioro. La ciudadanía protestó con tal vehemencia que la idea quedó descartada. Desde entonces, no se ha vuelto a plantear seriamente eliminar o cubrir la pátina.
Un pasado de debates, un presente de conservación
La discusión sobre qué hacer con su color original coincidió con un momento en que el Ejército estadounidense era responsable del cuidado de la estatua, al estar ubicada en una base militar activa en la isla de Bedloe. El capitán George C. Burnell, que recibía cartas a diario sobre el tema, terminó inclinándose por la opción más demandada por los neoyorquinos: dejar que la oxidación del cobre siguiera su curso natural.
El verde definitivo terminó por consolidarse no solo como parte del monumento, sino como uno de los colores más reconocibles del planeta. Y así ha llegado hasta hoy, incluso tras varias restauraciones internas y externas.
Más allá del color, Lady Liberty acumula otras transformaciones históricas. Desde 1916 ya no es posible subir a su antorcha —la explosión de Black Tom, un acto de sabotaje durante la Primera Guerra Mundial, dañó la estructura—. Y en 1986, con motivo de su centenario, la antorcha original fue reemplazada por otra recubierta de hojas de oro de 24 quilates, mientras la primigenia quedó expuesta en el vestíbulo.
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