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No está claro si dan risa o miedo: perfiles semanales con mala leche de los que nos mandan (tan mal) y de algunos que pretenden llegar al Gobierno, en España y en el resto del mundo.

Kim Jong-un, un hipster nuclear en la corte de Pyongyang

Foto de Kim Jong-un (distribuida por la agencia de noticias norcoreana KCNA) con un grupo de pilotos de combate en su visita a una base aerea.

Ramón Lobo

Con Kim Jong-un tengo una tentación: escribir que es un demócrata de toda la vida, que los campos de trabajo de Corea del Norte son patrañas capitalistas, que la gente es feliz como se puede adivinar cada vez que hay un desfile y que aman con abnegación supina a sus líderes extraordinarios, pues no hay más que ver lo que lloran cuando se muere uno de ellos. Si dijera todo esto, obtendría parabienes del sector más rígido del estalinismo y de la Brunete tuitera. Construir un perfil en clave irónica tiene riesgos; el principal, que alguien lo tome en serio, al pie de la letra.

Debo decir que Kim Jong-un no es mi tipo; nunca me gustaron los hombres y menos aún los hipsters. Él es un icono global de esta tendencia de última moda, y si no se deja barba cuadrada es porque es barbilampiño como muchos asiáticos. Si me concediera una entrevista a solas, me cagaría de miedo; imagínense que le disgusta una pregunta. No me diría eso de, “no me esperaba esa pregunta de ti, con lo bien que me caes”. Kim Jong-un no se cabrearía como si fuera Pablo Iglesias en Carne Cruda, sino que te mandaría a la sala de torturas en la que tienes dos opciones según el humor del día: que te echen a los perros como a su tío Jang Song-thaek, aunque esa noticia fuese mentira, o que te obliguen a memorizar capítulos de Iron Chef, a los que era tan aficionado su padre, Kim Jong-il, y preparar luego todas las recetas sin errores. Si fallas, regresas a la casilla de los perros. Este Kim haría grandes migas con Esperanza, otra híspster incomprendida.

Bueno, vamos es serio: Kim Jong-un es el tercer Kim de la primera y, de momento, única dictadura hereditaria estalinista. Desde que su abuelo, Kim Il-sung, sobreviviera en los años cincuenta a la Guerra de Corea, la primera de la Guerra Fría, y emergiera de ella como el amado amadísimo líder, que así le llamaban los suyos. Este tipo de apodos grandilocuentes tienen un fin: evitar pronunciar el nombre del jefe. Un fallo de dicción, un leve tartamudeo en el tránsito del Il o el Kim al guión y te pueden acusar de boicoteador, un asunto serio. Al segundo le llamaban querido líder y al tercero de brillante camarada. La cosa va en descenso; se agota la imaginación laudatoria.

Supongo que el ambiente en palacio no será muy diferente al que muestra la película El gran dictador de Charlie Chaplin, o el gran libro de Ryszard Kapuscinski: El emperador, dedicado a Hellie Selassie, el rey dictador de Etiopía. La norcoreana se diferencia de otras dictaduras en su arsenal: tiene armas nucleares. Esto le coloca en una posición negociadora superior al difunto Sadam Husein, por poner un ejemplo. No está claro cuántas cabezas tiene y si dispone de los misiles adecuados para transportarlas y de la tecnología punta para alcanzar los blancos elegidos. Esto es peligroso: pensar que puede lanzar en una dirección y que el misil caiga en la contraria. Es lo que los padres de la guerra sucia llamaban en Argentina estrategia del terror, que consiste en que nadie se sienta seguro porque la represión es caprichosa, carece de lógica.

Corea del Norte es uno de países más cerrados del mundo: no tiene internet ni CNN ni Candy Crash. No sabemos mucho de Kim Jong-un. El dato más preciso sobre su edad lo debemos a Denis Rodman, aquel jugador loco de los Pistons primero y de los Chicago Bulls, aquel que tenía tatuajes hasta en las pelotas (las suyas, claro) y el pelo de colorines cambiantes. Le llaman “bad boy”, o “mad boy”. Bueno, pues ese tipo que no está en sus cabales es la fuente más fiable que tenemos para situar la fecha de nacimiento del brillante camarada en el 8 de enero de 1983. Es decir, acaba de cumplir 32 años.

Sabemos que es tímido y comilón, que le gustan las películas de acción y las ofertas culturales de Disney. Organiza eventos en su palacio presidencial de Pyongyang en los que unas aterradas vedetes y cantantes se afanan en parecer el pato Donald, o lo que toque. Hay que reconocer que esto del estalinismo ya no es lo que era. El chico está de suerte con el cine porque ha debido heredar las 30.000 películas de la colección de su padre, la mayoría de Hollywood. El favorito de Kim Jong-il era Arnold Schwarzenegger. Nadie nos ha desvelado aún el detalle de los caprichos del tercer Kim.

Del padre, Kim Jong-il (repito nombre para que nadie se pierda, que esto parece Cien años de soledad con los Aurelianos y los Arcadios Buendía) sabemos casi todo gracias a Fujimoto, que es un nombre falso por motivos de seguridad, y a Adam Johnson, que lo entrevistó. Muchos detalles de este perfil se los debo a Pablo M. Díaz, el excelente corresponsal de ABC en Asia.

Johnson le sonsacó a Fujimoto un gran material que publicó en la revista GQ. Este individuo fue el cocinero particular del querido líder durante 12 años. Es japonés y un maestro en el arte del sushi, además de otros platos de comida nipona, una de las mejores del mundo. Al parecer, Kim Jong-il era un psicópata sexual que se dedicaba a follar como un loco con un harén particular de mujeres que habían sido secuestradas en el extranjero por su servicio secreto. Al final, decidió crear un cuerpo de esclavas norcoreanas de 16 años a las que se las adiestraba en diversas artes, desde el masaje a lo otro. Se las llamaba las kippumjo, que significa “división de la diversión”. Ser esclava sexual es terrible en cualquier circunstancia, pero en una dictadura como la norcoreana, debe ser peor: ¿qué hacían con las jóvenes que cumplían años, con las que el líder se descaprichaba?

En 1988 estalló la gran hambruna en Corea del Norte. Durante los once años siguientes murieron cerca de dos millones de personas. Los datos proceden de los servicios occidentales de espionaje y de las informaciones suministradas por desertores. Este es el instante narrativo supremo en el que, para curarme en salud, debería decir que quizá no fueron tantos o hablar de los logros del régimen, como el hecho incontestable de que los otros 22 millones de habitantes sobrevivieron sin problemas. Esto me recuerda un chiste rumano: “¿Por qué reunía Ceausescu a millones en el centro de Bucarest el 1 de mayo? Para comprobar quién había sobrevivido al invierno”. Otro: “¿Qué era más frío que el agua fría en la Rumania de Ceausescu? Pues, el agua caliente”. Estos chistes y otros están en el libro El martillo y la risa de Ben Lewis. O los 1001 chistes de Jan Kalina, que se llegó a publicar en la primavera de Praga en 1968, pero cuando ya habían invadido los soviéticos.

No sabemos si Kim Jong-un es un borracho como su padre ni si tiene la manía de rapar la cabeza de sus invitados cuando anda beodo, o los huevos, con perdón, como le pasó al pobre Fujimoto. Ser dictador te permite hacer estas cosas, o fusilar a quien te dé la gana y enterrarlos en cunetas y que tus herederos digan años después que no hay que abrir las heridas. En una escala ínfima de autócrata puedes también nombrar a quien te salga de los cataplines, afeitados o no, en las listas electorales de tu partido.

Estábamos en las borracheras. En una de ellas, al padre de nuestro tipo inquietante le dio el antojo de comerse una hamburguesa de McDonald's en Pekín, y allá fueron. Al actual dictador, Kim Jong-un le deben gustar las hamburguesas basura, los pasteles y todo que engorda porque en los tres años que lleva en el poder se ha puesto como un elefante. Parece que ese sobrepeso le llevó a caerse desde lo alto de sus zapatos cubanos con alzas y en el castañazo se rompió los dos tobillos. De ahí esos meses sin visibilidad pública con los que tanto se especuló. Cuando un dictador norcoreano se queda tirado en el suelo dando alaridos de dolor y sin poder correr suele ser, al menos lo era en la Roma imperial, un excelente momento para que corra el escalafón.

En este tipo de regímenes cerrados la comida es el momento de mayo peligro, o el vaso de leche de la noche, que se lo digan a Juan Pablo I. Los Césares tenían probadores de alimentos, y sobre todo de las setas, su debilidad, para que en caso de envenenamiento solo hubiera que cambiar de probador y no todo el aparato del Estado, que siempre es un incordio. El padre del actual mandamás de Pyongyang disponía de 200 servidores cuya función vital en Corea del Norte consistía en vigilar el arroz de la comida del querido líder, es decir, revisar cada grano de arroz y desechar los feos no fuera que el líder se llevara un susto y lo pagara con el primero a mano.

Después de romperse los tobillos, perder algo de peso y recortarse las cejas para parecer temible, el hipster Kim Jong-un ha reaparecido con más dominio que nunca en la escenografía del poder. Ya no es ese jovenzuelo inexperto, el pequeño de sus hermanos cuyas inutilidades y extravagancias los apearon de la carrera de la sucesión. Ahora es un tipo amado por su pueblo. Ya no le ven como un inexperto, un niñato. Para ganarse la confianza ha tenido que amenazar a EEUU con guerras nucleares y a Corea del Sur con el diluvio del infierno. La crisis más grave la causó la película de Hollywood, The Interview, que incluía su asesinato además de unas cuantas gracietas que lo ponían en ridículo. A Kim Jong-un no le gusta que le maten ni en película. No está claro, pero su respuesta a ese desafío de la ficción fue robar miles de correos electrónicos internos de Sony, y divulgarlos. Fue un escandalazo. Muchos de esos correos contenían comentarios racistas y despectivos para actrices y actores. El FBI señaló al régimen norcoreano, aunque lo más probable es que fuera un encargo a hackers europeos.

A Kim Jong-un no le importa que sus compatriotas le imiten en sus peinados y trajes austeros, lo único que no tolera es que pongan su nombre a los niños. Es un tipo decente, este hombre, en el fondo sabe que con uno es suficiente, la humanidad no se puede permitir una duplicación. Lo que más me gusta del tercer Kim es cuando se celebra alguna reunión del Partido y todos aplauden y vitorean al jefe mientras este les pasa revista con la mirada en busca de un decibelio de menos. En este tipo de regímenes un aplauso apocado te mata. Por eso las palmas echan humo. Tonterías, las mínimas.

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