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Los CIEs y el delito de no ser nadie

Una familiar de uno de los migrantes presos transita por el km A7202 camino de la prisión de Archidona.

María Eugenia R. Palop

Han encontrado ahorcado a un chico argelino de 36 años en el Centro Penitenciario de Málaga II, en Archidona; un Centro que había sido reconvertido ilegalmente en un CIE, pero que siempre fue, solo y exclusivamente, un centro penitenciario. Esto es: un lugar en el que nunca debió encerrarse a más de 500 inmigrantes irregulares porque así lo prohíbe nuestra Ley de Extranjería, el Tribunal Constitucional y el Reglamento que se aplica en los CIEs desde 2014 (un cuerpo normativo bastante minimalista, por cierto, y que no es precisamente un referente en la defensa de los derechos humanos).

Se ha confinado a cientos de personas en instalaciones típicamente carcelarias, bajo la vigilancia de la Unidad de Intervención Policial, y sin considerar siquiera que entre ellas había menores de edad no acompañados sobre los que recaía una orden de expulsión tan ilegal como inminente (dos ya habían sido expulsados cuando Naciones Unidas quiso intervenir para evitarlo).

El Centro de Archidona carecía, además, de las condiciones mínimas de habitabilidad que la UE exige para los CIEs: sin calefacción, insuficiencia de líneas telefónicas, sin agua potable, sin sistema antiincendios, sin plan de evacuación. Los inmigrantes no tenían apenas asistencia sanitaria, psicológica o letrada; sus expedientes no podían ser examinados a fin de dar cobertura, al menos, a los posibles solicitantes de asilo; no gozaban de la más mínima privacidad en sus comunicaciones; y sufrían el aislamiento que sufren algunos presos, pero sin juicios, garantías, ni delitos.

Se han desoído todas las voces críticas que se alzaron hace semanas contra la reconversión del Centro, las de las diferentes asociaciones, diputados, senadores, el Defensor del Pueblo Andaluz…las voces que advertían del peligro que esto podía suponer para quienes ya arrastran una vida maltratada y presa de la desesperación, la desorientación y la angustia. Y hoy tenemos algunos resultados de la estrategia de oídos sordos que el Gobierno ha practicado sin descanso.

En estos años el PP y sus adláteres se han ocupado de presentar a los inmigrantes y a los refugiados (si es que se les pudiera distinguir más allá del paradigma de la “legalidad”) como “goteras”, “plagas”, “avalanchas” o “terroristas yihadistas”; una “amenaza” que ponía en peligro el mantenimiento de nuestras prestaciones sociales, nuestro empleo, nuestras costumbres y nuestra identidad. Los populares han acabado liderando esa grotesca combinación de xenofobia primitiva, racismo cultural y racismo del bienestar que tan bien refleja su política migratoria, y que pasa, por supuesto, por el fortalecimiento del peor nacionalismo español, de un nosotros excluyente, cada vez más reduccionista, empobrecido y ralo. Una psicopatía delirante que viola derechos, tortura y mata, pero que no parece que vaya a acabarse, porque es abrir CIEs, y no cerrarlos, la apuesta estrella del Gobierno y esta es otra de las apuestas que no piensa someter a control parlamentario.

El uso que el PP ha venido haciendo del expediente de la ciudadanía ha dejado huérfanos a inmigrantes y refugiados; sin lugar alguno en un mundo en el que los no ciudadanos, como diría Hannah Arendt, no tienen derecho a tener derechos. Es más, esta manera de concebir la distinción entre ciudadanos y extranjeros es la que ha dado cobertura a buena parte de sus prácticas de exclusión social y su retórica de la “seguridad” se ha alimentado sobre todo a partir de semejantes prácticas. En fin, tristemente, la condición de extranjero, de inmigrante, de irregular, de “sin papeles”, de asilado, de apátrida, ha sido la condición gracias a la cual hemos logrado conservar nuestros privilegios como ciudadanos españoles.

De manera que el delito que han cometido los centenares de personas que están encerradas en el Centro de Archidona y en el resto de los CIEs de este país, es el de haber querido formar parte de nuestro mundo sin ser uno de nosotros; el de ser “los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata”; el de ser “los otros”, “los ellos”, “los que no son de ninguna parte”; el de ser esos a los que creemos no deber nada porque no son “de aquí”, como si nuestras responsabilidades pudieran calibrarse únicamente en función de las fronteras de un Estado.

El delito que han cometido estas personas es el de haber creído alcanzar aquella Tierra Prometida de la que hablaba Primo Levi, y haber encontrado en su lugar una llanura desierta, un muro más alto, un sinfín de barreras, de mares y pateras. La libertad -decía Levi-, la improbable, imposible libertad, tan lejana en Auschwitz que solo en sueños osábamos esperarla había llegado; y no nos había llevado a la Tierra Prometida. Estaba a nuestro alrededor, pero en forma de una despiadada llanura desierta. Nos esperaban más pruebas, más fatigas, más hambres, más hielos, más miedo…Me sentía extenuado, no solo físicamente; como un atleta que ha estado corriendo durante horas enteras, agotando todas sus reservas […] y llega a la meta; y en el momento en que, exhausto, se deja caer en tierra, lo obligan a ponerse de pie brutalmente, y a echarse a correr otra vez, en la oscuridad, hacia otra meta que no sabe a qué distancia está”. Hacia un éxodo inacabable.

Primo Levi fue un resistente antifascista, un superviviente del Holocausto que aparentemente también se quitó la vida; fue víctima del horror del nazismo, pero también de la soberbia, la indiferencia y la voluntaria ignorancia de quienes, como a nuestro chico argelino, no quisieron escucharle.

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