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Primera orden de la democracia que obedece Francisco Franco después de 80 años sublevado

Pintada de partidarios de Franco en una sede del PSOE

Emilio Silva

Cientos de miles de familias españolas vivieron con angustia el momento en que una lápida de 1.500 kilos era depositada sobre el ataúd en el que estaba enterrado y embalsamado Francisco Franco. Sentadas frente a televisores en blanco y negro, con un nudo en la garganta y con el terrible aprendizaje de no poder mostrar en público su ideología, mezclaron recuerdos de personas asesinadas, de familiares exiliados que murieron a miles de kilómetros del lugar que los vio nacer y de todos los proyectos vitales que murieron aplastados por las botas de un régimen de terror.

El hecho de que el responsable de numerosas violaciones de derechos humanos fuera enterrado no conllevó que el aparato político, militar, económico, académico, religioso y cultural que se había desarrollado durante cuarenta años de dictadura quedara sepultado bajo esa losa. La incertidumbre, acerca de lo que podía suponer o no ese momento, generaba entre amplios sectores de la sociedad una tremenda angustia.

Mientras, las élites franquistas, que conocían parte del destino que iba a seguir el país en su frágil camino hacia la democracia, y caminaban unos cuantos pasos por delante del resto de la sociedad, contaban con un aliado que supieron administrar con gran habilidad: el miedo.

El miedo de los supervivientes del golpe del 18 de julio, y de la brutal represión que lo acompañó en los años de la posguerra, se había convertido en una parálisis colectiva y mayoritaria, en sentimientos de terror hacia las ideologías y las organizaciones políticas. A ese trauma colectivo se sumaba la permanente duda de no saber si el proyecto político que envolvía España iba a caminar realmente hacia la democracia o en cualquier momento un nuevo dictador retomaría las riendas del poder.

La colocación de la losa de granito sobre el cuerpo de aquel militar embalsamado apenas permitió un minúsculo alivio. La desaparición del hombre que había dejado todo atado y bien atado no supuso que su estructura de poder y quienes se habían beneficiado de su corrupción política y económica dejaran de hacer nudos en el proceso de regreso de la democracia.

Así se construyó un gran muro de impunidad, que con la colaboración de las formaciones parlamentarias de izquierdas, garantizó durante décadas que no existirían debates políticos acerca del pasado, que se consentía el blanqueamiento biográfico de representantes del régimen, empresarios que habían utilizado mano de obra esclava, policías torturadores que cobrarían pensiones especiales por sus “servicios extraordinarios” y la conservación de todos y cada uno de sus privilegios. A todos esos beneficios se añadiría el fomento de la ignorancia en los centros escolares, para garantizar a las élites del franquismo una vida democrática plena y una continuidad incuestionable en su ejercicio del poder.

La salida del cuerpo del dictador del Valle de los Caídos representa la primera vez en que el recorrido biográfico y simbólico del general Franco deja de sublevarse y se ve obligado a obedecer una orden de una sociedad democrática, después de 80 años de sublevación. El mayor potencial del movimiento de sus restos tiene que operar en el ámbito simbólico y por lo tanto en estructuras profundamente políticas.

Esa orden que se le da para que salga del Valle de los Caídos debería suponer algo así como que la lápida de los 1.500 kilos que corona su tumba fuera como el tapón de un desagüe por el que nuestra sociedad comenzara a desalojar la enorme cantidad de estructuras e infraestructuras que, en nuestra cultura política posfranquista, han sobrevivido durante estos cuarenta años impidiendo un pleno ejercicio de sus derechos a las víctimas de la dictadura.

El proceso de recuperación de la memoria histórica, la aparición de las fosas comunes que durante décadas ocultaron sus crímenes, la denuncia pública de los beneficios y privilegios de quienes torturaron a militantes de la oposición, con el fin de garantizar la estabilidad y la tranquilidad del régimen, han hecho que en los últimos años que un monumento que no generaba ninguna controversia política haya cambiado su significado y se haya transformado en un incómodo espacio. Esa transformación en la mirada de la ciudadanía ha convertido el gigantesco mausoleo en un lugar pendiente de ser actualizado y resignificado, con los valores de la democracia; y por tanto, de la defensa de los derechos humanos.

El empoderamiento de la familia del dictador, en todos estos meses, da medida de la capacidad operativa que han mantenido los descendientes del régimen en estos años de democracia. Ver cómo quienes disfrutan del vaciado del patrimonio español durante cuatro décadas ha echado un pulso, de tú a tú, con todo un Gobierno, es un síntoma más de nuestra debilidad democrática. Y además, es una consecuencia de la falta de hábito de colocar, a quienes durante cuatro décadas negaron los derechos civiles de millones de personas, en el lugar que merecen.

Otro síntoma de esa falta de contundencia es el hecho de que el cuerpo del cabecilla del sangriento golpe de Estado de 1936 va a salir de un mausoleo monumental, pagado con fondos públicos, a otro mausoleo funerario que también es propiedad del Estado. Eso significa que las víctimas de la dictadura, después de esta importante decisión, seguirán pagando con sus impuestos en lugar de enterramiento de quien tanto daño les causó, algo que nadie entendería en el caso de víctimas como las del terrorismo.

El Gobierno ha decidido, inexplicablemente, que no podamos ver imágenes de cómo se retira la losa de tonelada y media que cubría el féretro del dictador, ese enorme lastre que ha entorpecido el avance de nuestra cultura democrática. Sería sano para la democracia un ejercicio de mayor transparencia para poder ver cómo el hombre que asesinó y secuestró durante décadas la democracia obedece una orden ciudadana que le dice: ¡Ya no está todo atado!

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