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La sombra de Franco es alargada

Manuel Fraga y José María Aznar, durante un mítin de campaña en el año 1989 / Ramón Castro - EFE

Javier Pérez Royo

El PP es un partido “franquista”, un partido que tiene su origen en la Alianza Popular fundada por Manuel Fraga juntamente con otros seis exministros de los Gobiernos del General Franco, los conocidos como “Los Siete Magníficos”, como forma de representar  políticamente tanto en el momento constituyente de 1978 como en el de la inmediata aplicación posterior de la Constitución, el peso de lo que se denominaba “franquismo sociológico”. Este partido, que casi desaparece con los resultados de las elecciones del 15 de junio de 1977 y con las primeras elecciones constitucionales de abril de 1979, se convertiría en el partido dominante de la derecha española con la descomposición de UCD en las elecciones de 1982 y su disolución inmediatamente después. Un partido de extrema derecha, nacido para que no desapareciera la huella del Régimen del General Franco en la Constitución de 1978, se quedó con la representación del conjunto de la derecha española. Tardó algún tiempo en conseguirlo, el tiempo necesario para que desapareciera el CDS de Adolfo Suárez, pero lo consiguió relativamente pronto. En los primeros años noventa la concentración de todo el espacio de la derecha española en AP, refundada como PP,  se había consumado.

Como no podía ser de otra manera, el PP ha tenido que competir en democracia y sus líderes han tenido que cultivar las aptitudes necesarias para poder hacerlo con éxito. No cabe duda de que varios de los mejores oradores parlamentarios de la democracia española han estado en las filas del PP y tampoco puede haberla, en mi opinión, de que han sabido manejar las técnicas de formación de la opinión pública de manera extraordinariamente eficaz. Ha sido asimismo un partido, que, aunque estuvo en contra del proceso de descentralización política iniciado con la decisión constituyente del reconocimiento del derecho a la autonomía de las “nacionalidades y regiones” en el artículo 2 de la Constitución, desarrollado ulteriormente mediante los Pactos Autonómicos de 1981, con base en los cuales se acabó construyendo el Estado de las Autonomías, supo adaptarse a la nueva estructura del Estado y hacer del “poder territorial” uno de sus puntos fuertes. Desde 1991 las elecciones municipales y autonómicas celebradas los meses de mayo cada cuatro años han sido momentos en los que el PP ha salido reforzado o muy reforzado. 

AP refundada como  PP se aclimató a la competición democrática muy rápidamente. Ya en 1993 estuvo a punto de ganar las elecciones generales. Desde 1996 ha sido el partido más cohesionado (aparentemente) y más fuerte (aparentemente) de la democracia española. La Guerra de Irak y la mentira sobre los atentados del 11M de 2004 le hizo perder las elecciones generales de ese mismo mes, pero mantendría su fortaleza. Había dejado de ser el Gobierno de la Nación, pero continuaba siendo reconocido por la sociedad española como un partido de gobierno, que en cualquier momento podía volver a ocupar La Moncloa.

En la competición interpartidaria el PP ha demostrado estar a la altura de lo que cabe esperar de un partido representativo de la derecha española. Es en su organización interna, en la competición política en el interior del partido, en donde ha fracasado. Ha continuado siendo un partido franquista, un partido presidencialista al estilo de lo que fue durante decenios el PRI mexicano. La aversión a la democracia interna ha sido su seña de identidad. Sobre todo después del fiasco que supuso la presidencia de Hernández Mancha. La única elección del presidente de la todavía AP por los militantes, acabó siendo una vacuna contra la repetición de la fórmula. Nunca más. El presidente designa al sucesor. Y el mando no se comparte. Es síntoma de debilidad. Franquismo puro.

Un partido con aversión a la democracia en la competición interna, acaba siendo inexorablemente un partido que no puede competir para ser un partido de gobierno en una sociedad democráticamente constituida. Como en cualquier tipo de competición un equipo vale lo que entrena. Y vale lo que entrena en función del tipo de competición en la que participa. En la alta competición el nivel de exigencia siempre es máximo, pero en cada deporte lo es a su manera. En la competición política también. No es lo mismo competir en la antigua URSS, en la República Popular China o en la España de Franco, que hacerlo  en un Estado Constitucional Democrático. El entrenamiento tiene que ser diferente.

Y en las sociedades democráticamente constituidas los partidos tienen que ensayar la democracia en su competición interna para poder competir después por el Gobierno de la Nación. La contradicción entre la naturaleza de la competición por el poder en el interior del partido y la competición por el poder en el Estado no puede mantenerse indefinidamente, sin que el partido acabe estallando. El MANDO ÚNICO transmite una apariencia de fortaleza, pero es realmente un indicador de debilidad. No puede mantenerse indefinidamente y, cuando desaparece, se produce el desconcierto generalizado. Simplemente no se sabe qué hacer.

El PP lo está comprobando. La transmisión autoritaria del liderazgo ha sido posible en dos ocasiones, de Fraga a Aznar y de Aznar a Rajoy, pero no más. A la tercera, como dice el refrán, ha ido la vencida. El resultado está siendo “el rosario de la aurora”. Como espectáculo es fascinante, pero como estrategia para competir en democracia es suicida.

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