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Ahora arreglaré las cosas

Luis Magrinyà

He releído estas navidades la novela de David Vann Sukkwan Island, publicada por primera vez en 2008 (Alfabia, Barcelona, 2010, 4ª ed., trad. de Daniel Gascón; sobre la defectuosa edición véase el L&L de la semana pasada); ya me había gustado en su día y me ha vuelto a gustar. En su planteamiento hay dos cosas que me encantan: su tema es la relación entre un padre y un hijo, y es además una historia abruptamente cortada en dos partes. Las dos cosas me afectan y me fascinan, la primera por mi experiencia, la segunda seguramente por mi horóscopo.

Después de esta exposición científica de mis motivos personales, debo advertir también, a quien le moleste que le destripen las tramas y los finales de las novelas, de que lo que viene a continuación es puro Jack el Destripador.

Sukkwan Island cuenta la historia de un dentista en horas bajas (muy bajas) que se lleva a su hijo de trece años, al que hace tiempo que no ve, a una isla de Alaska, boscosa y sin caminos, para pasar “un año de educación”. Los vecinos más cercanos están a 30 km., “en otra isla, y ahora no me acuerdo de cuál es” (p. 22). De hecho, no solo de eso no se acuerda el dentista: no se acuerda de llevar “las herramientas adecuadas” (p.35) para cortar madera, ni una escalera para subir la antena de radio al tejado de la cabaña, ni semillas para “plantar algo” (p. 38), ni comida de sobra antes de que puedan cazar y pescar en serio… y al tercer día ya entra un oso en la cabaña y lo destroza todo. Al hijo le parece que “su padre descubría cosas sobre la marcha” (p. 24), pero para el padre toda esta improvisación sirve a un propósito mayor: “no me siento parte de ningún lugar […]. Me faltaba algo, pero tengo la sensación de que estar aquí, contigo, va a arreglar todo eso” (p. 28). El hijo, pues, se pone al servicio de la reconstrucción del padre, elegido para suplir sus carencias. El padre a eso lo llama “educación”. También se parece a una explotación.

Esta novela es la crónica del fracaso de dos fantasías burguesas modernas: la fantasía del viaje de aventura (hoy al alcance de varios bolsillos vía agencias de turismo e incluso reality shows) y la fantasía de la paternidad responsable (hoy también al alcance de varios bolsillos vía psicólogos y libros de parenting y autoayuda). Ambas fantasías se combinan aquí para inscribir la condición de padre responsable en el ámbito de la naturaleza... Más que naturaleza, obviamente, se trata de un parque nacional, donde “sobrevivir” es producto de la previsión y el entrenamiento, cosas que la naturaleza por sí misma no considera. Aun así, el hombre solo que “sobrevive” en un parque nacional, y más con un hijo, y más sin “acordarse”, parece que se “naturaliza” y encuentra el secreto de la vida. Este deseo de enfrentarse al caos (aunque sea parque nacional) y dominarlo está por supuesto ligado a una sarta de tonterías masculinas: “Hay que ser un hombre para aguantar esto” (p. 92); y si el hijo pone alguna pega: “No hagas pucheros. Éste no es lugar para críos” (p. 67), o: “Solo sabes discutir como una mujer” (p.119).

No es preciso extenderse más sobre el asunto. Hay que ser un hombre y hacer de tu hijo un hombre también. Debemos admitir que este programa de formación es demasiado sangrante para lo que enseña el parenting, siempre tan comprensivo y corresponsable. (Es inquietante ver cómo la madre, totalmente parentizada, inculca sentido de la responsabilidad en su hijo de trece años, que duda y realmente no quiere emprender ese viaje: “quiero que estés seguro de que es la mejor decisión que puedes tomar en este momento”, p. 115.) Pero la utilidad del hijo para que los padres estén contentos de sí mismos es una de las características de este tipo de guías, que sirven a los padres para sentirse bien, buenos padres arreglacosas, gracias a un hijo que de algún modo siempre es como un actor secundario, el pie para los monólogos e intervenciones del actor principal, el garante de su moral “responsable”.

En Sukkwan Island lo dramático es que tanto el padre como el hijo están al tanto, calladamente, de este reparto de papeles. El padre, aparte de llorar por la noche, se cae —o se tira— por un barranco, y no tarda en reconocer sus flaquezas e irresponsabilidades y decir cosas horribles como “Tienes que darme otra oportunidad” (p. 79) o “Y no voy a dejar que vuelva a pasar algo así, te lo prometo” (p. 81). Y el hijo, que de hecho había accedido a acompañar a su padre en esta aventura porque lo veía enajenado y al borde del suicidio, y que había comprendido que su tarea era garantizar la integridad de ese hombre incompetente y tarado, a mitad de novela no puede más, ve que solo de una forma evitará que se mate, y se pega un tiro.

¡Qué fuerte!

La novela habría podido terminar aquí, con este suicidio tan descabellado como la situación misma, con este corte de respiración que cerraba muy bien la historia de falseamiento y corrupción de la naturaleza. Pero en este libro hay un narrador que toma decisiones de narrador y sigue adelante, precisamente con un trozo de naturaleza corrupta, un cadáver. Hasta entonces toda la acción había estado supeditada al punto de vista del hijo, y el padre no tenía ni nombre. Ahora el padre de repente se llama Jim y tiene que cargar con la segunda parte.

Una de las cosas que más me gustan de esos relatos en dos partes, con protagonistas eliminados o desaparecidos en la mitad, como en Psicosis (1960), Carretera perdida (1997) o más recientemente El padre de mis hijos (2009), es la pérdida de estatus que infligen al héroe. De pronto nadie es centro de nada y la historia de uno se revela incompleta porque es siempre también la historia de otros, y porque cuando se nos cuenta algo siempre se nos está contando además otra cosa. Intuimos que el mismo hecho de que una historia tenga un protagonista es una engañifa. Sukkwan Island tiene además la originalidad de matar la conciencia del protagonista, pero no su cuerpo, que sigue arrastrando casi cien páginas más. La muerte del hijo puede que sea un sacrificio, pero la segunda parte está destinada a mostrar que los cuerpos sacrificados no son alegóricos: se pudren.

Hay más cosas originales: si la presencia de un cadáver traído y llevado suele ser en una ficción motivo de risa, por esa tantas veces ingeniosa falta de respeto que paradójicamente es inherente al culto de la muerte, aquí tenemos todo lo contrario a una comedia con cadáver. Aquí hay sangre, malos olores, moscas y mosquitos. Hay un entierro y a la mañana siguiente una exhumación. Jim envuelve a su hijo en un saco de dormir, se lo lleva en un bote, le quita el saco para dormir él y no morirse de frío, y por la mañana las gaviotas están ya mordisqueando el cadáver. Vuelve a ponerlo en el saco de dormir, encuentra una cabaña en otra isla, rompe una ventana: cuando mete el cuerpo de su hijo por ella los cristales rotos rasgan la tela del saco. Lo sienta en una silla de la cocina pero, como no se sostiene, lo cuelga de un gancho, y así puede comer en compañía. Habla con él (“Ahora arreglaré las cosas”, p. 153) y, cuando por fin, semanas después, la putrefacción es insoportable, se resigna a enterrarlo de nuevo, no sin que antes “parte de Roy [se salga] por los agujeros del saco” (p. 163). Sigue hablando con él en su tumba.

Nada de esto resulta cómico (incluyo el gore en lo cómico), ni siquiera patético. Jim, en una de sus peripecias con el cadáver, se dice a sí mismo con sarcasmo: “Eres un padre genial y también un cómico” (p. 142). Pero el estilo matter-of-fact de la tradición norteamericana no visionaria acompaña las improvisaciones de este hombre irremediable sin forzar nada. El autor no es demasiado bueno en lo introspectivo (“estaba sollozando de nuevo, de forma incontrolable, como si otra fuerza desgarrara su cuerpo por dentro”, p. 134) ni en la humanización de la naturaleza (“Los árboles tenían un aspecto fantasmal”, p. 129), pero tampoco presume de conocer el lenguaje del dolor y es muy cauto en eso. En cambio, es buenísimo en los saberes técnicos, tantas veces errados: en cortar leña, en pescar, en serrar tablillas que nunca salen del mismo tamaño, en construir con detalle ahumadores y cobertizos con goteras, en cavar en la tierra un depósito para provisiones que se hunde una y otra vez, en amontonar nieve para hacer una cueva y no conseguirlo. También es bueno en no nombrar —marca de la casa del minimalismo— las emociones que expresan pequeñas acciones, como preparar cereales fríos con leche en polvo o patear radios rotas. La tragedia se construye a base de actos, torpezas, idas y venidas, no de símbolos ni de destinos. Todo lo que se describe y narra parece observado, documentado, practicado por el autor. Tiene esa credibilidad —esa relación genuina entre el autor y lo que ha elegido contar— que tanto echamos de menos en muchas novelas.

Al final el padre es rescatado y conducido a la civilización, donde su relato no se lo cree nadie. Lo acusan de asesinato, los abogados piden dinero y los jueces una fianza. La madre y la hermana de Roy van a verlo a un hotelucho de Ketchikan, pero la cosa no sale bien. Entonces decide huir a México y contrata por 20.000 dólares a dos marinos patibularios que tienen «una mierda de barco» (p. 200). Dos noches después, decide volver y declarar que mató a su hijo. Los dos siniestros lo atan y lo arrojan al agua.

A mí me habría gustado más que esta segunda parte, como la primera, tampoco cerrara la historia, y que el autor hubiera urdido un final algo menos rotundo, y más innoble, que la muerte. O que al menos el padre fuera también cadáver y que, en su hundimiento, lo contemplaran y toquetearan un banco de peces y un tiburón, como en Gúsiev de Chéjov: así habríamos aclarado al fin en qué consiste esa cosa nefasta e indiferente, la naturaleza. Pero esto es cosa mía y comprendo que no puedo pedir a la carta. El desenlace formal de Sukkwan Island recuerda más bien al de Martin Eden, porque, al fin y al cabo, es una novela clásica norteamericana.

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