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¿Crisis en el periodismo?

Redes sociales

Antón R. Castromil

De vez en cuando me gusta comenzar alguna de mis clases provocando: El sistema representativo no es un régimen plenamente democrático (Aristóteles), hay autores (Sartori, Lippmann) que sostienen que está bien que representante y opinión pública sólo se comuniquen cada cuatro años o que quizá no sea conveniente que nuestros políticos vean limitados sus mandatos (elección racional).

Mis estudiantes de periodismo levantan el entrecejo, agrandan los ojos y, los más aguerridos, me miran con desdén. ¿Este señor se ha vuelto loco? El problema de los “lugares comunes” es que opera en ellos más la creencia, la repetición acrítica y el dogma quasi religioso que la reflexión. La simple llamada al debate suscita recelo y extrañeza.

Pero quizá una de las cuestiones que más preocupa a los futuros periodistas tiene que ver con asuntos relacionados con el propio oficio de comunicar. Si en los debates sobre democracia y opinión pública hacía acto de presencia la rebeldía propia del adolescente, asoma ahora la resignación de un profesional que se siente asediado.

El periodismo español siempre ha sido una profesión desorganizada (autorregulación inexistente) con un estatuto jurídico resbaladizo (secreto profesional, cláusula de conciencia, acceso laboral). Pero, sobre todo, ha estado y está sometido a intensas presiones políticas, además de comerciales.

Esta estrecha relación con el poder se ve reforzada desde el propio mundo de la comunicación: muchos medios españoles, especialmente los más importantes, tienden a creer que su labor en la sociedad tiene mucho más que ver con la influencia que con la información. Con convertirse en un actor político de primer orden que con fomentar la aparición de una opinión pública crítica e independiente. ¿O algún analista sensato sigue pensando que la labor de la prensa de referencia, por poner un ejemplo, reside principalmente en informar?

A la debilidad como institución y a las presiones políticas y económicas se le ha venido a sumar, de un tiempo a esta parte, un nuevo frente de batalla: el periodismo ha perdido el monopolio a la hora de seleccionar (agenda setting) y encuadrar (framing) temas de debate a la sociedad. Debe convivir ahora con actores hasta hace poco relegados a la periferia del sistema.

No es ningún secreto que desde la generalización del uso de Internet vivimos en una sociedad potencialmente más abierta. Aquellos ciudadanos que dispongan de los suficientes recursos (tiempo, destrezas técnicas, motivación) estarán en condiciones de desafiar al viejo stablishment mediático.

Esta nueva realidad, sin embargo, no deja de presentar claroscuros. Por un lado, se podría estar formando un mundo más desigual: el nuevo cleavage o fractura social (al estilo de los descritos por Lipset y Rokkan) divide a los que saben moverse en las redes sociales y demás artefactos comunicativos asociados a la Red y los que no. A los primeros los nuevos tiempos les tienen reservado un lugar un primera fila, una atalaya privilegiada desde la que observar e intervenir en el debate público. Los segundos simplemente no existen, no cuentan y no les espera otro destino que la desconexión. Tiempo al tiempo.

Por otro lado, aquellos que sí saben navegar en el nuevo río revuelto de la comunicación tienen la posibilidad, con un poco de suerte y dedicación, de abandonar el arrabal y trasladarse al lado de los influyentes. A esa ribera del río exclusiva, hasta hace muy poco, de los grandes medios de comunicación, movimientos sociales y grupos de presión poderosos.

Pongamos el ejemplo que todos tenemos en mente: ¿Qué significa Podemos más que esto, un movimiento-partido que, entre otras cosas, ha sabido aprovechar las nuevas potencialidades comunicativas para abrirse paso en dirección al mismísimo centro del sistema político? Podemos se ha convertido en lo que hoy es y en el desafío al statu quo que supone sin la ayuda de los medios de comunicación tradicionales . O, más bien, a pesar de la oposición de los grandes medios convertidos, también ellos, en “casta”.

El ejemplo de Podemos –tratado recientemente en otro lugar– nos pone sobre aviso: la labor de mediación (objetividad) y mediatización (influencia) del periodismo se ha desbordado.

¿Ha muerto el periodismo? Contestar a la pregunta con un lacónico “sí” implica hacerse heredero de ese viejo lamento de inspiración conservadora: “Todo tiempo pasado fue mejor”. Supone, en definitiva, el miedo al cambio y confundir transformación con crisis. Cuando, en realidad, se trata de dos fenómenos no necesariamente relacionados.

Lo que le está pasando al periodismo es, simplemente, que se encuentra inmerso en un profundo proceso de transformación, del mismo modo que muchas otras dinámicas sociales. ¿O no está cambiado el mundo del trabajo, del ocio o de la administración pública cuando lo que predomina es Internet? ¿Desaparecerán trabajo, ocio o administración pública? Pues yo creo que no. Lo que sucede es que se están transformando de raíz.

Lejos de ver el cambio como amenaza, sería bueno contemplarlo como una oportunidad. El periodismo puede ser ahora más plural, al ampliarse el eco de voces disponibles a las que dar cobertura. Puede y debe seguir siendo de utilidad, sobre todo a la hora de organizar un mundo informativamente caótico. En este sentido, el “criterio periodístico” se hace más necesario que nunca.

Pero este nuevo periodismo no debería olvidar el lugar desde el que ha sido engendrado: una posición condicionada por un ciudadano que ahora ocupa un lugar destacado. Estamos pasado de un esquema dominado por la figura del espectador a otro en el que lo que prevalece es un emisor en potencia. Y conviene prestarle oído.

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