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El Modelo BCN no quería al Pijoaparte

Jordi Corominas i Julián

Cuando era pequeño siempre me sorprendía notar una profunda diferencia cuando cruzaba Paseo Maragall y me adentraba en la, desde mi mente infantil, inhóspita zona que media entre el Guinardó y el Clot. La diferencia principal que notaba entre arriba y abajo era lingüística, pero en la Barcelona de los últimos ochenta y principios de los noventa ese rasgo implicaba que muchos matices que se resumían, ahora lo sé, en profundos desequilibrios socioeconómicos.

Escribo esto cuando los periódicos del día hablan del aumento de los índices de desigualdad en España y los medios locales mencionan el aumento de la brecha social en Barcelona, ciudad que en los últimos tiempos es el espacio metáfora perfecto de las problemáticas de nuestra época.

En Sociedades comparadas (Debate) el historiador norteamericano Jared Diamond intenta responder a una pregunta que encierra un tópico, y estos, ya se sabe, suelen ser ciertos. ¿Por qué el norte suele ser más rico que el sur? El ejemplo de partida es brillante. Con una diferencia de diez días visitó Holanda y Zambia. El primer país tiene parte de su superficie bajo el nivel del mar, es pequeño con relación a los países que lo rodean y debe importar petróleo y carbón por la escasez de sus recursos minerales.

En cambio el segundo tiene mucho cobre, su clima cálido le permite varias cosechas anuales y nunca ha entablado guerras de ningún tipo. Todos sabemos quién gana el partido.

También cuando era pequeño la ciudad era mucho más reducida. Eso me empujó hacia Gràcia y me alejó de otras zonas. Observé la transformación del centro tras las olimpíadas, crecí mientras lo auténtico desaparecía y la fachada se consolidaba y nunca, hasta que la búsqueda de trabajo y la curiosidad me empujaron a ello, superé la Diagonal porque nada me impulsaba hacia los barrios ricos de Barcelona, los mismos que ahora paseo con gusto y me aturden al ser una utopía dar con un colmado chino donde comprar una triste botella de agua.

Con un amigo solemos discutir sobre las mejores bravas de la ciudad. Los clásicos apuestan por el Tomás de Sarrià. Yo prefiero las del Delicias del Carmel. Son más baratas, la ración es más potente y están muchos más buenas, como si su opulencia simbolizara la miseria frente al refinamiento de los señores.

Seguramente un vecino de Sarrià nunca pisará el Carmel porque lo considera peligroso. Tiene mala fama por las barracas y para muchos barceloneses sólo es el lugar de la brecha del metro. El habitante del monte pelado no irá nunca tan arriba porque nada se le ha perdido, a no ser que nos remontemos a Últimas tardes con Teresa y pensemos en sus metáforas, las mismas que el Maragall de La ciutat del perdó desde otra perspectiva: existen dos Barcelonas y su unión parece un imposible.

Lo confirmaría el último informe. De los setenta y tres barrios de la capital catalana sólo veinte superan la renta media. Si se compara la actual estadística con la de 2007 el incremento de la desigualdad es notorio. Entonces había seis barrios muy ricos y cinco muy pobres. Hoy los adinerados son ocho y los precarios diecinueve.

Compruebo el desastre en un gráfico que lo ilustra con las paradas de metro. La zona media no es estable y tanto en las cimas como en las cloacas hay oasis clamorosos, indicios de fallos en el diseñador del sistema. El dato es escalofriante e indica algo que hemos apuntado cuando ha tocado hablar de las políticas municipales de los últimos consistorios.

Desdibujar la esencia para vender la Marca Barcelona, alejada de Barcelona que es el tejido ciudadano, ha generado unas dinámicas similares a las del mundo global en que vivimos, acrecentadas sin duda por la crisis, pero muy remarcadas por el modelo elegido.

Hereu apostó por el turismo y el escaparate, Trías redobló la apuesta y la golosina forjada a lo largo de los años cundió en muchos barceloneses y más turistas mientras se descuidaba con estrépito la política con mayúsculas, consistente en preocuparse por los seres a los que debes gobernar y no sólo para inversiones que favorecen a pocos, desde los hoteles de lujo a la parquetematización, de la megalomanía por incrementar el número de visitantes a incendiar muchas zonas por el malestar imperante como consecuencia de olvidar a las personas y centrarse en empresas y beneficios.

Durante los meses del gobierno de Ada Colau los barrios han cesado sus protestas, como si estuviéramos ante una tregua. Quizá parte de culpa la tiene la machaconería con que la alcaldesa ha hablado de gobernar para todos sin distinciones, llevar el bastón de mando con la vista puesta en los 73 barrios para reducir tanta grieta y conseguir el tan ansiado equilibrio.

Medidas como destinar parte del superávit a esta cuestión avalan que va en serio y los ciento cincuenta millones para revertir las desigualdades junto al futuro establecimiento de un salario mínimo interprofesional de ámbito metropolitano lo confirman, algo que en esta era donde muchos políticos prefieren vender humo con cuestiones sentimentales se agradece mucho.

Esperemos que el bien común, que no deja de ser el sentido de la misma condición, se imponga y las cifras queden como una pesadilla en forma de suspiro.

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