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Björk, anatomía de una mutante

Bjork ha vuelto, y su disco es excepcional

Jesús Rocamora

“Confesémoslo: es difícil entrarle del todo a Biophilia”, reconocía el periodista Stéphane Deschamps al comienzo de su entrevista con Björk para Los Inrockuptibles, en octubre de 2011. Bajo una peluca ridícula y ante el proyecto “más ambicioso, colectivo, excéntrico y visionario de su muy larga carrera, ¿Björk se creería un poco Dios, o quizá Terrence Malick?”, se preguntaba Deschamps. Biophilia (2011), concebido como una aplicación interactiva multimedia para dispositivos Apple propia de Brian Eno, pretendía documentar el comportamiento de la música como un organismo vivo que cambia y muta constantemente para adaptarse al medio, apoyado con material de National Geographic, narrado por David Attenborough y planteado en directo con una serie de instrumentos creados para la ocasión. Y visto así, su versión en CD no dejó de ser como encerrar un pájaro en una jaula para oírlo cantar. Perdía su encanto.

Y confesemos también que con sus últimos tres álbumes ha sido fácil perder el interés en la islandesa, que siempre ha caminado haciendo equilibrios entre la música popular y la experimentación sonora, entre esa tradición pagana que imaginas tocada con un arpa y la electrónica vanguardista, entre una música realmente excitante para el oyente y cierto ensimismamiento propio de los artistas que tienden a perderse en su jardín interior.

Un poco de memoria. Medúlla (2004) era un trabajo construido prácticamente en su totalidad a partir de voces y samples vocales capaces de vibrar como cuerdas de bajo y golpear el aire como branquias furiosas, un disco que quería explorar el uso primigenio de la voz como instrumento en el que los coros acuáticos de un grupo de sirenas convivían con ruidos guturales procedentes de alguna cueva. Parcialmente inspirado en la llamada world music, el hip hop y el folclore no occidental, Volta (2007) fue el último intento de la islandesa por sonar divertida y optimista como en sus primeros trabajos, algo que conseguía sólo de forma irregular. Volta era dueño, eso sí, de una portada que mostraba a la artista convertida en una ¿gota? ¿piñata? ¿escultura surrealista? que, de nuevo, invitaba a la parodia.

Vulnicura, su octavo y último trabajo sin contar discos de remixes, directos ni bandas sonoras, ha sido publicado en iTunes hace unos días de forma repentina, dos meses antes de lo previsto, después de que fuera filtrado en internet. La publicación prematura de Vulnicura también ha ocurrido un mes antes de que el MoMA dedique a la islandesa una exposición que recorre todas las facetas de su carrera –“sonido, películas, videoclips, instrumentos, objetos, trajes y actuaciones”–, lo que ha permitido que en esta ocasión no nos despistemos con las coartadas artísticas ni con el ruido habitual de los medios cada vez que un artista de pop entra en un museo.

Estamos ante un disco de ruptura (amorosa), oscuro, doloroso y vulnerable, que tiende puentes directos con los íntimos Homogenic (1997) y Vespertine (2001), dos trabajos sobresalientes con los que Björk se alejó definitivamente de la electrónica de baile y encontró uno de sus caminos más estimulantes en la intimidad del microscopio: electrónica helada como nitrógeno líquido, arreglos de cuerda de fábula gótica y, aún por delante, todas las asombrosas posibilidades del laptop como herramienta. Contemplado en contexto, Vulnicura es un álbum de nota, que se integra entre lo mejor de su carrera y que sirve para abrir en canal al personaje y saltar de lo anecdótico a lo personal.

Hedor y poesía pagana

Algunos temas habituales en Björk: la pérdida de la inocencia, el amor como devoción, la maternidad, la supervivencia como instinto, el diálogo imprescindible con la tecnología y el bastante más complicado diálogo con otros humanos, la pertenencia a la naturaleza, a la Tierra y, en última instancia, al universo. Temas también presentes en Vulnicura, aunque aplicados en este caso a una ruptura amorosa y a todo tipo de “sentimientos abstractos” que crecen entre dos personas.

A modo de diario, muchas de las canciones del disco están datadas –en este sentido ayuda echar un vistazo al libreto creado para la ocasión– y recogen momentos previos y posteriores a su separación con el artista Matthew Barney, con quien la islandesa estuvo más de diez años y con quien tiene una hija. En todos estos años ambos han tenido la oportunidad de trabajar juntos, como en el proyecto Drawing Restraint 9.

Björk se pregunta si no fue aquel amor como devoción lo que hizo que terminara partiéndose por la mitad y plantea también el amor como algo biológico que deja una herida, así como su cura. Su asimilación. Vulnicura es un agujero en el pecho después de la detonación, sobre el que la cantante aplica el zoom hasta mostrar las células muertas de lo que antes estuvo vivo y se meneaba. Mete los dedos, abre la carne y lo que sale de allí apesta a gato muerto.

Síntomas descritos: sentimientos descoordinados, falta de sincronización con el otro, aparición de nuevas necesidades y demandas allí donde antes surgía todo con naturalidad, nostalgia del sexo y obsesión por revisar mentalmente el historial de roces y encuentros, resentimiento, egoismo, la culpa fue tuya. Cabe también la posibilidad de que durante el proceso la piel crezca hasta convertirse en una armadura. En la oscura Black Lake, fechada dos meses después de la ruptura, la islandesa luce un corazón negro como los pulmones de un fumador. Sus diez minutos resumen todo un disco ilustrado a partir de telarañas tejidas con cuerdas de violines, beats rotos y soledad.

Los invitados al funeral familiar

Una vez finiquitada su aventura con los encantadores Sugarcubes, durante las dos últimas décadas Björk ha sabido a quién arrimarse en cada momento para ofrecer una nueva versión de sí misma. En los noventa trabajó con Nelle Hooper, Howie B, Tricky, Goldie y David Arnold. Y sobre todo con el recientemente desaparecido Mark Bell, de LFO, un habitual en su carrera. En los últimos tiempos ha sacado provecho de Timbaland, Mike Patton, Konono No. 1 y Toumani Diabate, entre otros. También se ha dejado ver como invitada en propuestas difíciles de catalogar: el año pasado, el grupo de rap Death Grips usó su voz en todas las canciones del disco Niggas on the Moon, cortada en pedazos, tratada y procesada digitalmente hasta hacerla irreconocible.

Para ayudarle a parir Vulnicura desde el primer embrión concebido en su ordenador, Björk ha elegido al venezolano Alejandro Ghersi, más conocido como Arca, y The Haxan Cloak, alias del británico Bobby Krlic. El primero, ya confirmado para la próxima edición del Sónar, es uno de los nombres del momento, con producciones para Kanye West y FKA Twigs. El festival define su música como una conjunción de “beats perezosos, líneas de bajo grime y asombrosas atmósferas entre el romanticismo y la ciencia ficción”.

El segundo es artífice de una música atmosférica hermética y mórbida, perfecta para momentos como los de Family, en los que la cantante celebra el funeral de su familia en un cementerio sonoro de flores sintéticas que no huelen a nada, entre ruidos procedentes del desván y más violines. Björk es ya a estas alturas una planta carnívora que asimila a sus colaboradores tras ingerirlos para sonar a sí misma, que es lo que siempre pasa. Vulnicura también incluye entre a Antony Hegarty como invitado, que ya se dejó ver en Volta.

Huesos para la tierra

El diseño y el artwork de los discos son importantes. Hablan de lo que hay dentro y fuera, y en el caso de Björk, colocadas sus portadas una al lado de la otra permiten apreciar sus mutaciones hasta el complejo organismo biotecnológico en que se ha convertido. De la imagen de aquella Björk en blanco y negro y con jersey noventas de Jean-Baptiste Mondino que sirvió de presentación de la artista en Debut (1993) queda poco ya. En fotografías y videoclips hemos visto a la islandesa divertirse como una raver girl y sufrir como la protagonista ciega de un musical deprimente que baila al ritmo de la maquinaria industrial, ha sido un pedazo de continente (“we are each others hemipsheres”, canta ahora en Atom Dance) y un cisne en la gala de los Oscar, un androide en busca de amor y un oso polar mecánico a la caza de su presa.

Como analiza aquí The Guardian, de diseño de portada de Vulnicura nos vuelve a traer a una Björk digna de una pieza de ciencia ficción, como una versión mejorada de aquella guerrera virtual que ideó junto a Alexander McQueen para Homogenic y de su mutación final en Gaia en Biophilia. Esta vez, el trabajo es obra del matrimonio alemán Inez & Vinoodh –responsables estos días también de la imagen oficial del encuentro entre Rihanna, Paul McCartney y Kanye West– y remite a un tórax abierto en canal, en el que algunos han visto una vulva, y a un exoesqueleto, a una piel sintética que sirve como escudo y defensa contra los ataques del exterior.

La exposición que el MoMA dedica a Björk arranca el próximo 8 de marzo y, además de recorrer una trayectoria de más de 20 años a partir de su trabajo y colaboraciones con otros artistas, su instalación, según el museo, presenta una narrativa que bebe tanto de la biografía oficial como de la ficción más imaginativa. Nada raro teniendo en cuenta que hace tiempo que nos cuesta diferenciar entre el personaje y sus propias creaciones. Habrá que ver qué sitio guarda esta retrospectiva para un disco como Vulnicura, de cuyas cenizas, huesos y carne muerta sólo cabe esperar otro nuevo renacimiento.

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