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Todos somos Janez Janŝa

My name is Janez Jansa.

Lucía Lijtmaer

Barcelona —

¿Quién eres? La respuesta más fácil a esta pregunta tan amplia es contestar con tu nombre. Yo lo haría. Es lo que hago cuando me lo pregunta alguien por teléfono, cuando voy a una entrevista de trabajo, cuando hay dos paquetes similares que recoger en la portería de mi casa. El nombre define como una etiqueta y da una idea exacta de quién estás hablando sin tener que dar verdaderas explicaciones de esa persona.

O no. En 2007, tres artistas multimedia, un esloveno, un croata y un italiano se afiliaron al Partido Demócrata Esloveno, y se cambiaron el nombre por el del primer ministro esloveno Janez Jansa, sin dar más explicaciones que una carta a dicho político en la que reiteraban la intención de hacer real el lema del partido: “Cuantos más seamos, más rápidamente alcanzaremos lo que queremos”. Decidieron hacer literal el eslogan y, de un plumazo, convertirse los tres en Janez Janŝa. Al principio, no pasó nada. Los trámites administrativos eran legales, y la vida de todos los implicados siguió su curso. Hasta que uno de ellos se casó y el asunto trascendió a la prensa. Y entonces todo el mundo se volvió un poco loco. El resultado de la atención mediática que les supuso y las preguntas derivadas de ese acto se recogen en la película My name is Janez Janŝa, dirigida por Janez Janŝa, que se muestra este fin de semana en la novena edición del festival de arte y guerrilla The Influencers, en Barcelona.

El nombre como obligación

Lo cierto es que las preguntas que presentaba este acto –¿artístico? ¿político?– eran varias, y no de fácil respuesta. Una de las cosas que evidenció es que el nombre puede ser sinónimo de identidad, pero no la sustituye. El nombre connota, define, y puede resultar una losa. Más allá de las interpretaciones psicoanalíticas (¿cuánto marca a una mujer llamarse Tormento? ¿O Inmaculada?), el nombre no es únicamente un derecho civil, sino también una obligación. El nombre identifica para obtener recursos materiales y sociales, pero también castiga, y es un elemento de control social, además de la marca lingüística más importante del ser humano.

Así, cambiar de nombre presenta la cuestión más importante: ¿es lo mismo el nombre que la identidad? Históricamente, el cambio de nombre parece evidenciar la necesidad de escapar de ciertos condicionantes. Así, hay cambios de nombre relacionados con cambios de sexo, por cuestiones religiosas en momentos de conflictos bélicos, o por imposiciones políticas. Están los cambios de nombre reivindicativos famosos –Cassius Clay por Mohamed Ali, Cat Stevens por Yusuf Islam, Prince por un símbolo–, y, para los amantes de las medias tintas están los pseudónimos, que te salvan de un problema administrativo real y te dan una salida airosa (Lord Byron era en realidad Georges Gordon, Pablo Neruda era Ricardo Neftalí Reyes Basoalto, y James Dean nació como Seth Ward. Curiosamente, los pseudónimos parecen más comunes en el mundo artístico, pero han sido pieza clave de la política del siglo XX –Lev Trotski era Lev Bronstein, Stalin era Iósif Visariónovich Dzhugashvilli, Tito se llamaba en realidad Josip Broz, y el padre de Adolf Hitler era Alois Schicklgruber–. Difícil de imaginar un ¡Heil, Schicklgruber!, sí.

La homonimia como ruptura

Distinguirse desde el nombre poco común parece lo fácil. Llamarse Dakota Alexandra puede resultar muy sonoro, pero, ¿es realmente revolucionario? Para los tres Janez Janŝa, no. Crear un cúmulo de nombres iguales es lo que parece generar más dudas y cuestionamientos. Al fin y al cabo, ¿quién ofende a quién? ¿Los artistas al hacer uso de un nombre connotado, o el primer ministro cuando en su nombre hace afirmaciones públicas que pueden comprometer a otras tres personas? La multiplicación de nombres parece crear un fallo del sistema de difícil solución. Genera equívocos legales y la posibilidad de suplantar identidades –para justificar delitos o evadir responsabilidades, por ejemplo–.

Uno de los casos más interesantes de esta última opción es el de Fréderic Bourdin, un suplantador de identidades “en serie”, que se hizo pasar por Nicholas Barclay en 1997, un niño desaparecido en 1994 y se presentó en casa de sus supuestos padres en Texas. Ellos le aceptaron durante años como el hijo que había vuelto milagrosamente al hogar. Lo impactante que es que no había un parecido real entre Bourdin y Barclay. No tenían el mismo color de ojos y hablaba con acento francés, no tejano. Aquí, la suplantación fue aceptada voluntariamente por una familia deseosa de creer.

Otro caso curioso es el de la auto-homonimia: la artista Kristin Lucas decidió cambiarse el nombre por el de... Kristin Lucas. Si el nombre es una “interfaz” de uno mismo, ¿por qué no darle al F5? Las posibilidades en la fluctuación de identidades son diversas, y no acallan las preguntas. En el caso de Janez Janŝa, parecen ser cada vez más amplias: ¿han devaluado un nombre al convertirlo en múltiple? ¿Seguirán con ese nombre de por vida? ¿Fue una estratagema publicitaria o algo realmente duradero? Habría que preguntarle a Janez Janŝa. O a Janez Janŝa. O a Janez Janŝa.

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