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Plantando la semilla del diablo

Javier Pulido / Javier Pulido

Madrid —






































La turbadora imagen de un carrito de bebé en llamas protagoniza los carteles de la nueva edición del Festival de Sitges, que este año evoca el nacimiento del mal. Un guiño cómplice a La semilla del diablo (Román Polanski), película que hace 45 años redefinió el cine de terror y aún sigue provocando pesadillas. ¿Cómo se explica que no haya perdido su capacidad de impacto?

Las obras maestras del cine de terror, más allá de sus excesos sanguinolentos y su probada capacidad para dilatar pupilas y liberar endorfinas, se han mostrado tradicionalmente eficaces a la hora de traducir al celuloide las ansiedades y miedos del momento en el que son filmadas. La semilla del diablo condensa en 136 minutos el desconcierto de la sociedad estadounidense de finales de los sesenta.

Para empezar, expresa mejor que ninguna otra película del periodo la controversia en torno a sexualidad y reproducción de aquellos años, motivada en gran parte por la comercialización de la píldora anticonceptiva en mayo de 1960. Para salvar su matrimonio, Rosemary y Guy Woodhouse deciden tener un niño, misteriosamente engendrado tras una pesadilla de la muchacha en la que es violada por una entidad diabólica. A pesar de las muy fundadas sospechas de Rosemary de que lleva en sus entrañas al hijo del demonio, las presiones del entorno afectivo y profesional le obligan a seguir adelante con el embarazo, privando a la joven de la posibilidad de abortar para no poner en riesgo su salud.

¿Se corre aquí el riesgo de sobreinterpretar el poso sociológico de la película? No lo parece, atendiendo a las recientes declaraciones de Polanski en el último festival de Cannes: “La píldora ha cambiado mucho a la mujer de nuestro tiempo, la ha masculinizado”.

Como explica David J. Skal en Monster Show. Una historia cultural del horror (Valdemar, 2008), a partir de La semilla del diablo el útero materno se convierte en nuevo nicho cinematográfico del que emerge el terror. No tardarían en llegar producciones de género cada vez más turbias en las que inteligencias artificiales inseminaban a mujeres con fines procreativos –Engendro mecánico (Donald Cammell, 1977)– y, rizando el rizo de la suspensión de la incredulidad, violaciones perpetradas por entidades sobrenaturales: El ente (Sidney J. Furie, 1982). También reflexiones de trazo grueso, protagonizadas por bebés mutantes de tendencias asesinas, sobre los efectos de fármacos como la talidomida, que durante años se expendió de forma legal para aplacar las náuseas de los primeros meses de embarazo y fue responsable de miles de malformaciones congénitas.

Estoy vivo! (Larry Cohen, 1974), una de las cintas más polémicas del momento, fue interpretada en clave de proclama antiabortista, pero también como alegato sobre la libre elección de la mujer, siempre según las preferencias ideológicas del espectador a quien se preguntara. En el fondo, la estirpe de La semilla del diablo reformula el tradicional enfoque fálico de cierto cine de terror, en el que se castiga a la mujer por una sexualidad concebida como amenaza.

Balada triste de Anton LaVey

La semilla del diablo contiene asimismo numerosos guiños a la contracultura de finales de los sesenta, revolución ideológica a la que se adscribieron miles de jóvenes desencantados con la falta de respuestas de Iglesia y el Estado a la crisis del capitalismo. Son los años en los que las teologías más radicales se plantean la muerte de Dios –como se insinúa en la celebérrima portada de Time que ojea Rosemary– y se certifica la transformación del sueño americano en pesadilla, tal y como alertaba el escritor Norman Mailer al término de la famosa marcha sobre Washington de 1967. Dios, o el diablo, bendiga la cultura del éxito, aunque se dejen cadáveres en el camino. Un credo que se aplica a pies juntillas Guy Woodhouse, que para progresar en su mediocre carrera como actor no duda en firmar un fáustico pacto con el demonio, que le costará la salud física y mental a su joven esposa.

Personajes como el ocultista Anton LaVey nunca se consideraron parte del movimiento contracultural, pero aprovecharon las brechas del sistema para expandir su propio ideario, radicalmente opuesto a los valores católicos. LaVey, autor de una muy polémica biblia satánica, no tardó en convertirse en icono pop, venerado por estrellas de la canción y el fotograma. El 30 de abril de 1966, este fundador de la Iglesia de Satán proclamaba el advenimiento del año I del reino de Satanás.

Tan sólo dos años después, Polanski replicaba en fotograma el nacimiento del anticristo. El director de La semilla del diablo no sólo se saltaba la norma no escrita del cine de terror según la cual la normalidad ha de ser restaurada una vez exterminado y extirpado el mal. También ironizaba en clave negrísima sobre los principales dogmas católicos. Rosemary acaba meciendo la cuna del hijo de Satanás mientras le mira con maternal dulzura, al son de una nana entonada por la propia Mia Farrow.

La National Catholic Office for Motion Pictures condenó la película de inmediato “por su uso perverso de creencias cristianas fundamentales, especialmente en relación al nacimiento de Cristo, y su burla de personas y prácticas religiosas”. LaVey, por cierto, nunca prestó asesoramiento técnico ni asomó su mefistofélica calva por la película, como se ha apuntado en varias ocasiones. Es sólo una de las sabrosas leyendas urbanas erigidas en torno a La semilla del diablo a mayor gloria turística del presuntamente maldito Edificio Dakota donde fue rodada. Tampoco es cierto que a Alfred Hitchcock se le propusiese dirigir la película, aunque salivemos imaginando de qué hubiera sido capaz.

No te fiarás del vecino del quinto

Pero La semilla del diablo también reúne un buen puñado de paranoias urbanitas del momento. La resaca del verano del amor fue dura para los habitantes de las grandes ciudades: alarmantes índices de pobreza y desempleo, millones de robos con intimidación, cientos de miles de violaciones y unas fuerzas de seguridad desbordadas por la falta de efectivos. Silenciados los tambores de guerra a escala mundial, el cine de terror ya no verbalizaba su miedo al otro en forma de monstruos provenientes de folclóricos pueblos centroeuropeos, como sucedió durante el periodo de entreguerras con personajes clásicos de la Universal como Drácula o la criatura de Frankenstein.

El nuevo horror, como dejó sentado Alfred Hitchcock en Psicosis (1960), se encontraba mucho más cerca de nosotros. Podía estar personificado en el vecino de la puerta de al lado o en esa pareja de viejecitos encantadores del quinto piso. Polanski fue aun un paso más allá, como explica Montserrat Hormigos, autora del libro La semilla del diablo (ediciones Octaedro, 2003), al “proponer una metáfora del hogar como elemento siniestro, que muta de nido de intimidad y protección a hábitat propicio para el desarrollo de todo tipo de psicopatologías urbanas”.

Aún peor, los vecinos ya no pueden proporcionar consuelo y ayuda como antaño. En las violentas urbes de finales de los sesenta se han reconvertido en “elemento de intromisión de intimidad” o directamente en emisarios del mal. Los entrañables Roman y Minnie Castavet, con los que Guy Woodhouse no tarda en forjar una sospechosa amistad, y que parecen desvivirse por el bienestar de su joven esposa, son en realidad embajadores del diablo.

A Polanski no le resultaba ajeno este tipo de material. Ya había explorado la angustia contemporánea en Repulsión (1965) y para su primera película norteamericana continuó explorando algunos de los nuevos miedos urbanos, que volvería a retomar en El quimérico inquilino (1976), con la que cierra su emblemática 'trilogía de los apartamentos'.

Polanski adaptó casi al pie de la letra la novela homónima de Ira Levin, incluyendo su carga de sátira socio-religiosa, con una diferencia fundamental: el libro da por sentado el hecho sobrenatural, pero el director polaco juega a la ambigüedad: ¿estamos asistiendo realmente a la llegada del anticristo o a los desvaríos de una muchacha que ve tambalearse su fe y su estabilidad vital y sentimental?

Su estilo de dirección contribuye a la confusión. Polanski nunca muestra directamente el terror, que sólo conocemos a través de las miradas de pavor de Rosemary. “¿Qué le habéis hecho a sus ojos”, se pregunta la muchacha cuando se acerca con temor a la cuna negra donde duerme su pequeño y contempla por primera vez un rostro que se esconde al espectador. Al leer la novela de Levin sabemos que esos ojos son de color amarillo, pero también que el bebé tiene garras “muy bonitas, diminutas y perladas”, aunque lleve guantes para evitar “que no se arañe a sí mismo”. Por descontado, el recién nacido también luce cuernos y rabo incipientes.

Su nombre es Legión

La semilla del diablo no fue la primera película en lidiar con el advenimiento del anticristo, pero su éxito allanó el camino para una oleada de producciones que conectaban horrores sobrenaturales con terrores mucho más cotidianos. Producciones como El exorcista (William Friedkin, 1973) y La profecía (Richard Donner, 1976), más allá de pústulas y encarnaciones del maligno en pantaloncitos cortos, en el fondo abordaban asuntos tan coyunturales como la crisis de la familia –con hijos convertidos literalmente en la encarnación del mal, para desesperación de unos padres que ya no son capaces de reconocerles– y el colapso del sistema de valores tradicional.

A diferencia de ellas, La semilla del diablo nunca conoció continuación oficial, si exceptuamos el flojísimo telefilm Look's what happened to Rosemary's baby (Sam O'Steen, 1976), en el que Polanski y Levin no tuvieron nada que ver, y que narra los años adultos de un retoño de Satán que no parece muy satisfecho con su condición.

Hace cinco años corrió el rumor de que Michael Bay, a través de su productora Platinum Dudes, se iba a encargar del remake, al igual que hizo con otras obras maestras del terror político norteamericano como La matanza de Texas (Tobe Hooper, 1974). Si nada lo impide, sí asistiremos a una nueva versión del nacimiento del mal, sólo que esta vez en pequeña pantalla, según amenazan los directivos de la NBC. Después de todo, muchos de los miedos que plantea la película vuelven a estar de dolorosa actualidad.

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