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Laetitia, la tutsi secuestrada que no supo durante años que el genocidio había acabado

Laetitia nos recibe en su austero salón, con varias sillas/Jon Cuesta

Jon Cuesta

Ruanda —

La encontramos sentada en una silla. Se muestra sosegada, tranquila, aliviada. Sabe que la vida ya no puede maltratarla más. El destino será incapaz de deparar más sufrimiento que el de sus propios recuerdos. Sus ojos, cansados quizá de ver tanto horror, dejaron hace tiempo de funcionar, como un mecanismo de protección ante la realidad. Ella se empeña en seguir viendo, aunque sea a través del tacto, y tras pedirme que me acerque, pasa sus manos lentamente por mi cara. “Pareces un chico guapo”, me dice. Enciendo la grabadora. Ambos estamos ya listos para conversar.

Antes del fatídico genocidio que arrasó Ruanda en 1994, Laetitia Umuraza era una niña de 7 años que vivía junto a sus once hermanos en la región de Nyaruguru, muy cerca de la frontera con Burundi, en una zona muy montañosa y eminentemente agrícola. Allí, al sur del país, la gran parte de la población era tutsi, aunque nunca habían existido conflictos de carácter étnico. “Todos vivíamos juntos y sin ningún problema”, recuerda Laetitia. “Recuerdo que antes de que empezara el genocidio yo ni siquiera sabía si era tutsi o hutu”.

Laetitia era la más joven de sus hermanos, y justo antes de desatarse la masacre a gran escala acudía a diario a clase de primer curso en la escuela primaria. “Siempre estaba feliz, y pensaba que mis padres, mis vecinos y mis amigos estarían siempre allí, conmigo”. A pesar de los conflictos esporádicos que habían existido históricamente desde 1959 entre los hutus y los tutsis, la convivencia era pacífica y nada hacia presagiar lo que estaría por llegar tras el miércoles 6 de abril de 1994.

Esa noche, el presidente de Ruanda, Juvenal Habyarimana, regresaba en un avión Dassault Falcon-50, propiedad del gobierno ruandés, de firmar los acuerdos de paz de Arusha que supuestamente harían compartir el poder a hutus y tutsis para acabar con el conflicto bélico de años atrás. Hacia las 8.20 horas, dos proyectiles impactaron en el avión cuando éste se disponía a aterrizar en el aeropuerto de Kigali. No hubo supervivientes, y el asesinato fue atribuido a rebeldes del Frente Patriótico Ruandés. Todos los tutsis de Ruanda debían ser exterminados.

Las matanzas comenzaron en la capital, Kigali. Decenas de miles murieron durante los primeros días a manos de soldados del Gobierno, milicias de la llamada 'interahamwe' -“los que luchan juntos”, en kinyaruandés- y ciudadanos anónimos, jaleados por los discursos incendiarios de la radio RTLM y una locura asesina colectiva.

En las áreas rurales, el efecto contagio no tardó en llegar. En esos primeros días, Laetitia fue a hacer unas compras a la zona de Muyogoro. “Cuando volví a casa, encontré los cadáveres de toda mi familia en la entrada”. Sus padres y todos sus hermanos acababan de ser asesinados por un grupo de unas 30 personas. En su aldea, casi toda la población tutsi había sido exterminada. Comenzaba su terrible huida hacia ninguna parte.

“Salí corriendo sin saber a dónde ir, tratando de unirme a los pocos supervivientes que trataban de escapar de los asesinos y llegar a la capital, donde creían que estarían más seguros”. Por el camino, la pequeña de siete años fue violada varias veces. “En el camino vi cómo tiraban los cuerpos muertos de los tutsis a los ríos, y yo misma fui golpeada en muchas ocasiones en la espalda y la cabeza”.

La pesadilla paralela

Cuando llegó a Kigali, Laetitia se topó con un miliciano hutu de unos 50 años. “Me dijo que me iba a ayudar, que él me escondería en su casa para que estuviera a salvo”. El genocidio seguía ahí fuera su endiablado ritmo de más de 300 asesinatos por hora, 5 cada minuto. Pero Laetitia vivía su propia pesadilla, un encierro contra su voluntad en el que el miedo a morir atenazaba sus deseos de escapar. “Él me decía que si salía de la casa me matarían”, explica.

La espiral asesina finalizó en junio de 1994, cuando el Frente Patriótico Ruandés, liderado por el actual presidente de Ruanda, Paul Kagame, alcanzó la capital y se hizo con el control del país. Según cálculos de la ONU, entre 800.000 y un millón de personas, la mayoría tutsis y hutus moderados, perecieron en el genocidio más sangriento y rápido de la historia reciente.

Pero Laetitia, aislada y retenida en una pequeña casa, ignoraba que todo había terminado y seguía sometida al miliciano, su secuestrador. Durante diez terribles años, la pequeña niña de siete años apenas vio la luz del sol y creció junto a su verdugo hasta alcanzar casi la mayoría de edad. No recibió educación. Tuvo que ir aprendiendo según las circunstancias.

“Recuerdo la primera vez que me vino la menstruación. No sabía qué era aquello, y me asusté muchísimo”. Las violaciones sexuales eran constantes. Fruto de ello, Laetitia tuvo tres hijos con su captor y contrajó el virus del VIH. “Durante mucho tiempo, sólo quería morirme”, confiesa. Su primogénito nació en el sexto año de secuestro, cuando ella tenía 13 años. Poco después vendrían los otros dos.

“No sé cómo contar esta historia a mis hijos”

En 2005, el Gobierno estaba estrechando el cerco sobre posibles responsables del genocidio y el secuestrador, asustado, decidió huir del país. Laetitia, que ignoraba que los asesinatos habían finalizado 11 años antes, estaba aterrorizada. “Tenía miedo de salir de casa, pero llevaba días sin comer nada y salí en busca de comida”. En su camino, se encontró con un grupo de mujeres que le explicaron que estaba a salvo, que el genocidio había terminado hacía años.

El cautiverio dejó en Laetitia unas secuelas psíquicas y físicas evidentes. Hace poco perdió la visión, probablemente debido a su pobre alimentación durante el secuestro y por los efectos secundarios de la terapia antirretroviral contra el virus del sida. Camina con dificultad y se agota fácilmente, pero reúne las fuerzas suficientes para cortar unas patatas, echarlas al fuego e invitarnos a comer junto a ella y sus hijos.

“Me resulta muy difícil pensar en la manera de explicar a mis hijos la historia”, confiesa. “Soy incapaz de explicarles quiénes son, no puedo contárselo”, reflexiona. “Quizá cuando sean mayores quieran descubrirlo por ellos mismos”.

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