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El hombre que juró revelar toda la verdad sobre el “guerrero del desierto” de EEUU

Souleymane Guengueng  sobrevivió a tres de las prisiones de Habré.  Fue quien recogió 792 testimonios de otros prisioneros después del derrocamiento de Habré/ Foreing Policy

Michael Bronner

Reportaje publicado en Foreign Policy —

Su amigo y antiguo colega, Peter Rosenblum, director asociado del programa de derechos humanos de la facultad de Derecho de Harvard, le ofreció el caso. Le había dejado un mensaje desde una habitación de hotel en Yamena. “Tengo tu próximo caso”, le dijo a Reed Brody, por aquel entonces director de promoción de causas de Human Rights Watch. “Habré, el Chad”. Vio las posibilidades al instante. A pesar de lo poco que sabía de Hissène Habré o del Chad, estaba seguro de que Senegal, supuesto refugio de Hissène Habré, dictador del Chad de 1982 a 1990, en realidad revelaba la vulnerabilidad del ex-dictador.

Senegal había sido el primer país en ratificar el Estatuto de Roma del Corte Penal Internacional y había suscrito la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura. Si Brody interponía una demanda por tortura contra Habré, Senegal se vería obligado a juzgarle o a extraditarle. “Es un país que siempre se ha considerado a la vanguardia en Derecho Internacional y en Derechos Humanos”, explica Brody. “Creíamos que si había un país que se hiciese cargo de un caso de justicia internacional, ese debía ser Senegal”.

En 1999, a través de Rosenblum, Brody conoció a una apasionada joven chadiana que estudiaba Derecho en Columbia: Delphine Djiraibe, una de las primeras abogadas del Chad. Advirtió a Brody de que aunque habían transcurrido nueve años desde el derrocamiento de Habré, la capital seguía repleta de seguidores del dictador: operarios del aeropuerto, agentes de aduana, policías. Si Brody deseaba abrir el caso (y ella estaba entusiasmaba ante la perspectiva) debía ser extremadamente precavido. Con seguridad, los testigos tendrían miedo a hablar y un paso en falso podía alertar a la inteligencia chadiana. Después de todo, el presidente, Idriss Déby, había sido el hombre de confianza de Habré antes de volverse en su contra.

Como un ávido jugador de ajedrez, Brody decidió abrir el juego con sus peones. Dos becarios del programa de derechos humanos de Harvard, jovenes abogados que habían sido alumnos de Rosenblum aceptaron viajar al Chad para, aparentemente, investigar el controvertido proyecto de un oleoducto entre el Chad y Camerún. El belga Nicolas Seutin y su colega española Genoveva Hernández Ortiz llegaron a Yamena en plena temporada del monzón con una beca de 4.000 dólares de la Universidad de Harvard, unos cuantos contactos de Djiraibe y el acuerdo de que el trabajo en el caso lo llevarían a cabo en secreto.

Djiraibe les había conseguido un alojamiento discreto en la misión católica de Yamena: Seutin se quedaría con los curas y Hernández, con las monjas que vivían en frente. No disponían de coche, así que caminaban por las calles embarradas y sin asfalto de la capital en busca de las casas de los testigos. “Teníamos la sensación de que nos seguían”, cuenta Hernández, y tanto ella como Seutin comprobaron que la gente tenía miedo de hablar de la época de Habré.

Había llegado el momento

Souleymane Guengueng, por el contrario, no abrió la puerta con la turbación que habían mostrado las escasas víctimas con las que habían conseguido hablar, sino con una cálida sonrisa. “Estaba muy emocionado y aseguraba que había esperado ese instante desde hacía mucho tiempo”, recuerda Hernández. “Decía que había sido la mano de Dios la que nos había llevado hasta allí.” Y tras ese recibimiento, los dos estudiantes se sentaron con él en su jardín y escucharon la historia que ansiaba contar desde hacía tanto tiempo.

El 3 de agosto de 1988 había sido un día largo en la Comisión de la Cuenca del Lago Chad, la organización intergubernamental en la que Guengueng trabajaba como contable. Levantó la vista de su escritorio alarmado: Ruda, su esposa, apenas iba a verle al trabajo pero allí estaba, llorando asustada, encinta de su séptimo hijo. Agentes vestidos de paisano del temido servicio de inteligencia de Habré, el Directorio de Documentación y Seguridad (DDS), habían ido a buscarle a su casa. Le suplicó que se escondiera.

Apenas tuvo tiempo de tranquilizarla, ya que al poco los agentes llegaron a su oficina a bordo de los Toyota característicos del DDS. Le ordenaron que cogiera su motocicleta: tendría que ser el conductor de su propia detención y llevar a uno de los agentes. Al arrancar, Guengueng vio a su primo en el coche del DDS, también detenido.

Le llevaron a la oficina del subdirector de inteligencia del DDS. “Lo primero que me preguntaron fue la religión que profesaba”, recuerda. “Le dije que era cristiano. Respondió que él también era cristiano. Me dijo que contara la verdad, sólo la verdad. Si no lo hacía, conocía muchas formas de obligarme a hacerlo.”

El agente del DDS le preguntó si sabía por qué estaba ahí. Cuando Guengueng dijo que no, recibió una bofetada. Entonces fue acusado de haber colaborado con su primo para dar dinero y refugio a opositores al régimen durante la época en que Guengueng vivió al otro lado de la frontera, en Camerún, ya que la totalidad del personal de la Comisión de la Cuenca del Lago Chad había sido relocalizada allí durante un tiempo que coincidió con un período particularmente violento en el Chad. Guengueng había recibido con regularidad a refugiados chadianos en su casa de Camerún, pero los cargos que le acusaban de haber sido agente opositor que había dado refugio a subversivos le resultaron tan ridículos que soltó una carcajada.

De pronto, un soldado que montaba guardia le golpeó con la culata de su rifle en la cabeza.

Encerraron a Guengueng en una celda que se convertiría en el inicio de un espeluznante purgatorio. Durante más de dos años y medio, el humilde contable estuvo retenido en tres cárceles diferentes: primero en régimen de aislamiento, luego hacinado con tantos prisioneros que era imposible tumbarse para dormir a menos que alguien muriera, algo que ocurría tan a menudo que los vivos dormían sobre los muertos.

Cuando los guardias consideraban que el número de cadáveres era suficientemente elevado como para justificar el esfuerzo (cinco o seis), retiraban los cuerpos. En una larga y emotiva entrevista realizada en Yamena hace poco, Clément Abaifouta, antiguo compañero de celda y amigo de Guengueng, relató cómo le forzaron a enterrar diariamente a cientos de reclusos que habían sido ejecutados o habían muerto por enfermedad.

Guengueng estuvo a punto de compartir destino. “Hasta en tres ocasiones perdí las ganas de vivir”, cuenta. “Estaba enfermo de gravedad.” Las enfermedades que padecía Guengueng eran muy comunes entre los prisioneros políticos: malaria, dengue y hepatitis. Le encerraban durante interminables meses o en total oscuridad o en una habitación iluminada con luz eléctrica las 24 horas del día. Durante muchos meses perdió la habilidad de caminar. Lo peor vino cuando fue descubierto dirigiendo las oraciones de los prisioneros. Los guardias lo colgaron de los testículos.

“Pensé: '¿Qué puedo hacer para que Dios se apiade de mí?”, cuenta Guengueng. Esa noche hizo un pacto de silencio: si sobrevivía, dedicaría su vida a contar la verdad sobre lo que Hissène Habré le había hecho al Chad. Cuando Guengueng terminó de contar su historia, los jóvenes emisarios de Brody estudiantes de Derecho en Harvard estaban al borde del llanto.

“Y entonces lo soltó sin más”, recuerda Seutin. “Había estado recogiendo testimonios de otras víctimas”.

Escondidos en la parte trasera de la casa de Guengueng se encontraban 792 testimonios que había ido recogiendo de otros prisioneros durante los años inmediatamente posteriores al derrocamiento de Habré. Abarcaban tres campañas de represión étnica durante las cuales Habré había presuntamente ordenado, acusándolas de deslealtad, el castigo de tribus enteras. Esta represión fue la piedra angular de su brutal consolidación de un poder en constante cambio.

Los testimonios describen una gran variedad de torturas que incluyen el “submarino”, la asfixia con el tubo de escape de un coche y el infame método “Arbatachar”, que consiste en atar las extremidades de la víctima a su espalda tensando la cuerda al máximo hasta que el pecho sobresalga hasta el límite, lo que produjo deformaciones y paraplejias.

Muchos de los miembros del antiguo régimen de Habré que habían permanecido en Yamena después de la huida del dictador y que aún ocupaban posiciones de poder habían oído rumores sobre la labor de Guengueng y le amenazaron de muerte. Por ello, Guengueng escondió los documentos a la espera de que se presentara la ocasión de sacarlos, según cuenta. Con la milagrosa aparición de los abogados, declara, ese momento había llegado.

“En ese instante nos dimos cuenta de que teníamos un caso. Estábamos muy contentos”, recuerda Hernández. “Pensábamos que ya teníamos suficientes pruebas de peso y que esto podía ser la semilla para emprender acciones legales”.

Seutin y Hernández también tenían miedo. Compraron papel para Guengueng y éste fotocopió los documentos de forma subrepticia en su oficina. Seutin los escondió en el cuarto de la lavadora del monasterio pero ni él ni Hernández tenían idea de cómo sacarlos del Chad.

Pensaron en llevarlos en el equipaje pero era demasiado peligroso. Se citaron con un político de la embajada estadounidense que les ofreció enviar los documentos en una valija diplomática pero algo en la oferta les resultó sospechoso y dieron marcha atrás.

Hernández tuvo que salir del Chad antes de que encontraran una solución. Unas noches más tarde, Seutin tomó una decisión impulsiva: a pesar de los riesgos, confió en uno de los curas ancianos, metió los documentos en su equipaje y le pidió que le llevara al aeropuerto. Se arrepintió de su decisión en cuanto se acercó al mostrador de Air Afrique para cambiar su billete, reservado para varios días más tarde, por otro para el vuelo de esa misma noche. De pronto, el azafato de tierra que comprobaba su billete comenzó a desconfiar y comenzó a decir (erróneamente) que el billete era falso. Dominando el pánico mientras discutía con el empleado, Seutin y no perdía de vista a los miembros de seguridad. Mientras tanto, los funcionarios de aduanas abrían e inspeccionaban maletas de forma aleatoria.

Entonces el extraño altercado con el empleado de Air Afrique acabó de forma tan inexplicable como había empezado. Seutin se puso a la cola con la maleta repleta de documentos. Los funcionarios seguían seleccionando maletas para su inspección. Llegó al final de la cola y… tuvo suerte. “A la mañana siguiente estaba en París y había conseguido sacar los documentos del país.”

1982: Habré toma el poder

La Casa de los Territorios Franceses de Ultramar en La Cité Internationale de París, más conocida en la época post-colonial de final de los 60 y principios de los 70 como la “Maison de Afrique” (La Casa de África) era un hervidero de ideas revolucionarias en el que jóvenes estudiantes africanos se reunían a diario para debatir sobre Marx, Fanon y el Che y para discutir sobre las guerras civiles que asolaban su continente.

Había pocos estudiantes chadianos pero estaban muy comprometidos. Después de 60 años de abandono colonial, los franceses habían dividido el país en norte y sur: el sur cristiano, productor de algodón, era conocido como el “Chad Útil”, y el árido norte de mayoría musulmana había sido bautizado con el peyorativo nombre del “Chad Inútil”. Los franceses habían ignorado por completo las hostilidades que existían entre los diferentes grupos étnicos y regionales y, cuando se retiraron en 1960, dejaron un país que era carne de guerra civil. En 1965 el Chad convulsionaba violentamente en medio del descontento generado por el sureño François Tombalbaye, primer presidente tras la independencia. Los musulmanes del norte estaban particularmente molestos y algunos de ellos se reunían en París para pulir su pensamiento revolucionario.

Hissène Habré, famoso por la parquedad de su discurso pero con una eléctrica oratoria cuando lo creía necesario, era el candidato perfecto para liderar el movimiento. Hijo de una familia de pastores del norte, un mando militar francés le concedió una beca por su inteligencia para que estudiase Ciencias Políticas en el Instituto de Estudios Superiores Extranjeros. Permaneció en París para doctorarse pero nunca abandonó idea de volver al Chad. “Su carácter era tranquilo y sus convicciones, firmes. Estas cualidades le situaron en la primera línea del movimiento para acabar con la hegemonía sureña”, afirma Acheikh Ibn-Oumar, que coincidió con Habré cuando eran estudiantes en París antes de volver al Chad, donde el futuro dictador se convertiría en político y líder guerrillero por derecho propio.

En 1971 Habré volvió a su país de origen y trabajó brevemente como funcionario antes de trasladarse a las áridas explanadas del norte para crear una milicia y colocar la primera piedra de su futuro político. En su campamento en la región volcánica de las solitarias montañas de Tibesti, Habré cultivó su reputación de hombre duro. En 1974 se presentó ante Occidente al secuestrar a una arqueóloga de ojos azules llamada Françoise Claustre, a la que retuvo durante casi tres años. Además, encontró el titular que buscaba en la prensa internacional al asesinar al capitán del ejército francés enviado para negociar su liberación.

“La impresión que me dio”, cuenta Ibn-Oumar después de encontrarse con él de nuevo en el Chad, “es que ardía en deseos de tomar y conservar el poder”. Su ardor estuvo a punto reducir Yamena a cenizas en el intento.

En 1979 Habré fue nombrado ministro de Defensa en el gobierno de transición improvisado por los países vecinos del Chad que buscaba unir a 11 facciones chadianas enfrentadas. Las elecciones estaban programadas, pero Habré no podía esperar. Acometió su primer ataque para tomar el palacio presidencial por la fuerza en 1980, lanzando una lluvia de misiles sobre la capital con el “órgano de Stalin”, un arma móvil conocida por el sonido aterrador que emite al escupir los misiles Katyusha en frenética sucesión.

Habré no venció. Sin embargo, los intensos combates entre sus tropas y las que estaban alineadas con el líder del gobierno de transición del presidente interino Goukouni Oueddei duraron más de nueve meses y se cobraron la vida de alrededor de 5.000 chadianos: un empate técnico que inundó Yamena de sangre.

Entonces la situación cambió repentinamente: Oueddei buscó una mano amiga y llamó a Muamar el Gadafi, que ganaba notoriedad como mecenas del terrorismo internacional. El dictador libio respondió a la llamada con gusto. Los amplios ingresos del petróleo de Gadafi (irónicamente, la mayor parte de ellos provenía de negocios con empresas estadounidenses) le permitieron continuar con sus ambiciones expansionistas.

El Chad era la plataforma de lanzamiento perfecta para su proyecto panafricano que consistía en eliminar todas las fronteras de la era colonial, ya que colinda con Libia, Níger, Nigeria, Camerún, la República Centroafricana y Sudán, este último aliado clave de Estados Unidos y el mayor receptor de ayuda estadounidense después de Egipto. Sudán fue el único país árabe que apoyó al Egipto de Anwar Sadat al ratificar los Acuerdos de Camp David con Israel.

En noviembre de 1980, unas 4.000 tropas libias habían invadido el Chad. En diciembre ya habían ocupado dos tercios del país, incluyendo Yamena. Habré y sus tropas fueron expulsados del país hacia Sudán y Camerún. En enero de 1981, Oueddei y Gadafi hicieron saltar las alarmas en Occidente y sus aliados africanos al anunciar la posible unión entre Libia y el Chad.

Al otro lado del planeta, Ronald Reagan acababa de ser elegido presidente de los Estados Unidos. Decidido a recuperar el prestigio perdido durante la crisis del asalto a la embajada estadounidense en Irán que había atormentado a Jimmy Carter hasta los últimos minutos de su mandato, Reagan señaló al terrorismo internacional como la principal amenaza al orden mundial. En un discurso en el Jardín Sur de la Casa Blanca advirtió: “los terroristas deben saber que cuando violen las reglas de comportamiento internacional, responderemos con un castigo rápido y efectivo”.

Reagan no mencionó el nombre de Gadafi, pero bien podría haberlo hecho. Poco después de su investidura, Reagan se propuso un objetivo secreto como presidente: no permitiría que el Chad cayese en manos de Gadafi. De este modo uno de los países más pobres del mundo se convirtió en el principal campo de batalla en los inicios de la “guerra contra el terror”.

William Casey, director de la CIA de Reagan, y el Secretario de Estado Alexander Haig se pusieron pronto de acuerdo para lanzar una guerra encubierta en colaboración con Habré que “hiciera sangrar la nariz de Gadafi” y “aumentar el envío de ataúdes de pino a Libia” de parte de Estados Unidos, según declaraba el propio Haig.

En pocas palabras, Reagan desembolsó varios millones de dólares para apoyar en secreto a Habré, una pequeña parte de lo que aún estaba por venir.

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Traducido por José Cardona y Carlos Pfretzschner.

Michael Bronner es periodista, guionista y director de cine. Recientemente ha producido Captain Phillips. Este artículo fue encargado en colaboración con el Fondo de Investigación del Instituto de la Nación con la colaboración de la Fundación Puffin.

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